viernes, 23 de octubre de 2009

VEINTE CÉNTIMOS... MÁS O MENOS



Al final nos hicimos amigos.
Cuando me planté delante del quiosquero y le dije:

—Soy una gárgola, ¿Te asusto?
Me miró por encima del hombro con cara indiferente y contestó.

—Si lo dices por las orejas puntiagudas y los colmillos que te asoman de la quijada espera hasta las cinco de la tarde que viene la Paqui, con los gemelos, ¡Esos si que dan miedo!

Y así fue como sellamos nuestra ¿amistad?, bueno, en realidad, el quiosquero se limitó a hacer un hueco entre los cartones de Pocoyo y Hello Hitty con la condición de que no me comiera a ninguno de sus clientes. Desde entonces mis observaciones son más cercanas y tengo a los humanos tan próximos que puedo percibir su olor, su humor y hasta, en ocasiones, sus pensamientos. También escucho conversaciones y tengo acceso a los titulares de las principales publicaciones.
Por los clientes no debo preocuparme pues he comprobado que me toman por un primo del pueblo.
Era mi primer día y la verdad es que no estaba preparado para lo que se me venía encima.

—Mira, ya están aquí —Me avisó el quiosquero— La Paqui viene con sus vástagos.

Me puse en guardia a la espera de que aparecieran unos monstruos horripilantes pero solo se acercaba una muchacha joven con dos querubines rubios de ojos azules.
Desde el primer momento el quiosco tembló azotado por un vendaval de gritos, empujones, exigencias y toqueteo de todos y cada uno de los artículos que estaban a su alcance. Con las migas que dejaban sobre el mostrador se podía reconstruir el bocadillo que merendaban y los dos mocosos, enajenados, se aprovisionaban de chicles, revistas, cochecitos y bolígrafos con la consigna de — ¡Lo quiero! ¡Lo quiero! ¡Lo quiero! ¡Lo quiero!, ¡Lo necesito!—A todo esto, la Paqui ojeaba revistas de cocina y cotilleo sin preocuparse del estropicio que sus huestes ocasionaban.

—No toquéis nada—Susurró la joven madre sin apartar la vista de la portada donde, como no, aparecía La Diosa Belén Esteban, —Ande, déles un sobre de cromos de la liga a cada uno—Como lo dijo sin mirarme no se percató de que yo era una gárgola.

Miré al quiosquero que enrojecía por momentos y tenía las venas de las sienes a punto de explotar. Con gesto cansino alargó los sobres sobre el mostrador y los chavales se abalanzaron como hienas sobre ellos, disputándoselos.

— ¿Qué le debo?
—Un euro, son a cincuenta céntimos cada uno—Apuntó el dueño del tenderete.
— ¡Estos niños me arruinan!

Lo peor estaba aún por llegar. Cuando los pequeños monstruos comprobaron que su madre no estaba dispuesta a abonar el valor del pequeño tesoro que habían acumulado se desataron todas las fuerzas maléficas que los retoños acumulaban en su interior y pusieron en marcha su plan “B”.
Modulando sus laringes como verdaderos maestros alcanzaron un punto donde los agudos hacían sangrar los oídos y una completa coreografía de pataleos, rabietas descontroladas y empujones a su propia madre completaban un cuadro que yo solo recordaba de mis visitas al averno. Pero Paqui estaba inmunizada y no daba su brazo a torcer.
Los aprendices de déspotas lo tenían todo calculado y si los lloros no eran suficientes atacarían donde más daño podían hacer. Incluso golpearon a su progenitora con patadas en la espinilla y pellizcos en los brazos.

— ¡Eres mala! ¡Nunca nos compras nada!—Y añadieron diversos improperios que hacían referencia a cuadrúpedos de orejas grandes— ¡Yo lo quiero!— Sentenciaron.
— ¡Venga, pá la casa!
— ¡No!
—Pues os quedáis aquí, con este señor.

¿Como? ¿Que pretendía aquella mujer? Sin inmutarse trasladaba de un plumazo toda su responsabilidad al quiosquero, que por otro lado intentaba despachar a otros clientes que habían conseguido sortear al ciclón desencadenado frente al mostrador. Y así sin más la Paqui se alejó con paso firme abandonando a dos seres poseídos que se revolcaban escupiendo espuma por la boca.

Si por mi fuera, a aquellas alturas, ya les hubiese arrancado la cabeza de una dentellada pero recordé mi pacto con mi nuevo amigo y me contuve, con las garras replegadas, en mi rincón.

Derrotados por el pasotismo de su madre, los dos engendros, desistieron y bramando como si les arrancaran las entrañas desfilaban siguiendo los pasos de su progenitora.

En total la terrible batalla había durado casi veinte angustiosos minutos y le pregunte al quiosquero— ¿Y tu que sacas de esto?— mientras se apresuraba a recomponer su exposición de artículos y recoger los trocitos de pan con mortadela diseminados por todos los rincones.

—Veamos… de un euro…veinte céntimos más o menos. Eso sin amortizar los gastos de luz, impuestos y permisos y por supuesto sin contar los quilos de antiácido estomacal.

Había decidido portarme bien y ser amable con aquel tipo que me acogía como a un igual, así que me tragué el ataque de risa que brotaba de mis entrañas.

En esta vida hay que lidiar con muchas situaciones poco gratificantes aunque algunas rozan el absurdo.
Mi mentor era un profesional comprometido con su trabajo, resignado a cumplir con su papel. Como los traga sables él era especialista en tragar toda la mierda que le echasen. Vamos, un santo varón.

Allí fallaba algo, una pieza no encajaba en la escena. Aquellos adorables psicópatas vivían en un ambiente acogedor y familiar, con sus padres y los canguroabuelos. Asistían a clase con regularidad y completaban su jornada con alguna clase extra escolar para reforzar el intelecto. También formaban parte del equipo de fútbol donde podían desfogarse dando patadas a diestro y siniestro y aún así no tenían ni la menor idea de lo que era el respeto y la disciplina. Alguien hacía las cosas muy mal para que los críos se comportaran de aquella manera. ¿Quién era el responsable?

No habían pasado ni diez minutos cuando la Paqui volvía sola al quiosco.

—Déme un paquete de chicles, dos sobres de la Liga, dos bolsas de chuches, aquel coche y aquel bolígrafo de cuatro colores.

¿Pero entonces?... ¡Los terribles gemelos habían conseguido su recompensa por lo bien que se habían portado!... Los humanos están locos.

Sobre el mostrador y en los expositores, diversos titulares corroboraban mis sospechas:

“Profesor agredido”, “Realitys”, “Defensor del menor”, “Famosos con hijos”, “Horario protegido”, “Máxima audiencia”, “Supernany” y tantos otros rótulos que aumentaban la confusión.

Lo cierto es que los gemelos eran hijos de la Paqui y su pareja y que su comportamiento fuera de sus dominios solo podía tener dos causas, o eran un cruce entre humano y gárgola, o alguien necesitaba que le recordaran las normas básicas para una buena convivencia.

Hasta las escamas de mi cuerpo se erizaron cuando vi. aparecer, doblando la esquina, un grupito de cinco o seis chavales que se dirigían directamente al quiosco. Mi compinche, el quiosquero, tomó posiciones para repeler el asalto.

Miquel Farriol

martes, 13 de octubre de 2009

CRIATURAS MITOLÓGICAS


Las gárgolas no tenemos corazón y somos seres poco gregarios. No sentimos la necesidad de agruparnos ni nos dejamos subordinar.
Cuando me instalé en la cornisa donde descanso de mis vuelos nocturnos, hace ya bastantes años, estaba convencido de que mi especie estaba a punto de extinguirse y de que yo era uno de sus últimos representantes. Aquello no me preocupaba demasiado pues la falta de empatía era extensible a mi propia existencia.
Durante mis incursiones por la ciudad ya fuera sobrevolando los edificios más altos o mientras observaba desde la oscuridad de los callejones, siempre tuve una extraña sensación que me perturbaba y al mismo tiempo despertaba mi interés.
Vigilaba a los humanos que deambulaban con la cabeza baja, recelosos los unos de los otros y su mirada, muchas veces, era el reflejo de una ansiedad desaforada.
Como soy un ser cruel me divertía con las miserias que les atormentaban y sabiéndome superior despreciaba sus vanos intentos de supervivencia.
Pero una noche todo cambió y mientras observaba a un hombrecillo que se afanaba en ordenar unos paquetes descubrí cual era el misterio que me atraía y me hacía permanecer horas descifrando el devenir de aquellos humanos.
El tipo era dueño de un pequeño quiosco y cada día, antes del amanecer, cuando las calles estaban casi desiertas se aproximaba con paso ligero hasta su tenderete. No importaba ni el frío, ni la oscuridad, ni tampoco la soledad que a esas horas tan tempranas se apropia de la ciudad. El individuo siempre era puntual y de forma mecánica organizaba los paquetes que el reparto le había dejado poco antes.
Todos los días era lo mismo y poco a poco mi curiosidad aumentaba así que cada noche esperaba apostado en una azotea cercana a que el hombre llegara y realizara su ritual.
Si yo no fuera una gárgola me acercaría al quiosquero y le diría — ¡Hey, tío, tú y yo nos parecemos!—Pero seguro que se moría del susto y decidí seguir observándolo desde mi atalaya. Incluso arriesgue y seguí apostado a pesar de que ya había amanecido y la luz me hacía visible a los ojos de los transeúntes, pero estos lejos de fijarse en mí continuaban con sus quehaceres y me ignoraban por completo.
Algo parecido le pasaba al tipo del quiosco. La gente se acercaba a su garito y por unas míseras monedas se llevaban una publicación y un poquito de la dignidad del propietario. Cierto es que no todos los clientes se mostraban tan esquivos y que algunos se dignaban mirar al quiosquero y darle los buenos días, con unos pocos hasta había complicidad y se notaba afecto mutuo, pero la mayoría estaban demasiado ensimismados como para prestarle atención.
Aquel vendedor estaba curtido por los fríos vientos del amanecer y por las hostias que recibía mientras repasaba albaranes que nunca cuadraban con el género, así que a primera vista no parecía importarle que los compradores le tomaran por una parte del quiosco y no se percataran del esfuerzo que implicaba para él trabajar sin descanso a cambio de unos pocos céntimos de euro.
Como os digo, mi especie desaparece y mucho me temo que la casta de los vendedores de prensa nos acompañará en el desastre. Igual que mis congéneres esos madrugadores personajes que ponen en marcha la ciudad siempre fueron demasiado independientes, un poco egoístas e incapaces de mantener relaciones cordiales con sus iguales y eso les aboca a la soledad y por ende a la impotencia frente abusos y la indiferencia de sus proveedores.
Si en un pasado mis hermanas gárgolas hubiesen aunado su potencial, hoy dominaríamos el mundo, o por lo menos tendríamos un hueco entre el resto de pobladores de la tierra. Si hubiésemos sido capaces de organizarnos tendríamos voz, y por horribles que fuésemos ante los ojos del resto de los mortales, estos estarían obligados a aceptarnos. Sin embargo a las gárgolas nos gusta volar solas y cazar en silencio.
Me pregunto cuanto tiempo le queda a ese colectivo, ¿cuanto más resistirá los envites de una sociedad cambiante y tecnológica?, Tal vez se conviertan en reliquias del pasado, en seres mitológicos que solo habitan en las leyendas y que muchos hasta dudarán de que alguna vez existieron.

Miquel Farriol