jueves, 17 de febrero de 2011

DE VAMPIROS Y GÁRGOLAS


(El vampiro pródigo)

¿De qué se alimentan las gárgolas?...

Acicalado igual que un dandi, me presente en la fiesta.
Algunos ya me conocían y advirtió al resto de invitados. - Hoy viene gárgola. Te hablé de él, ¿Recuerdas?.- Así, allanaron el terreno reduciendo el impacto. Fui recibido con cordialidad y yo me sentí en familia.
Hubo saludos y besos en la mejilla. Sonrisas precavidas y algún achuchón de mis viejos amigos. Nos sentamos a la mesa y pronto llegaron los entremeses.
Los brindis animaban el comedor, acompañados de chascarrillos y ocurrencias. Se contaron anécdotas. Se hicieron confidencias.

Habían pasado más de veinte años y aunque el tiempo ya curtía nuestra piel, el déjà vo era incuestionable. De repente, aquel lapso de tiempo se borraba y dejaba de existir. Estábamos allí, juntos, como antaño.
Una maravillosa cena de gárgolas para cerrar el año y el fin de otra década. Un reencuentro entre hermanos de la noche.

Los tiempos de tropelías nocturnas quedaban atrás dejando su huella y un vínculo que superaba la larga separación.

Entonces, empezó el festín.

Un sin fin de miradas, de esas que penetran e indagan, se cruzaban con la mía. Rostros sonrientes, que ofrecían su corazón como carnaza, franqueaban distancias para calmar mi hambruna. Ideas descabelladas, voceadas sin pudor para deleite de la imaginación de los comensales, regadas con la modestia innata del que no necesita aparentar.
El talento no se construye. No se luce ni se expone. El talento se evidencia por sí mismo.
Inmerso en la bacanal, no me saciaba. Mi sed, no disminuía y como una esponja, absorbía toda aquella energía durante unos segundos. Luego la liberaba.

En el Reiki se dice que hay que ser como una caña de bambú, dura y flexible. Con el interior hueco para canalizar las fuerzas universales.
El humilde bambú no retiene los impulsos que discurren por su núcleo. Los enfoca y luego dirige. Solo es un medio, un enlace.

Aquellas gárgolas eran muy distintas unas de otras, pero pertenecían, todas, a la misma especie. Quizá por eso, en su momento, se encontraron.

Igual que vampiros, sorbíamos la energía directamente del alma, cruzando auras durante un instante para ser uno solo, intercambiando flujos de luz.
Hacía tiempo que no me alimentaba de manjares como aquellos y me sentía regenerado. Una gárgola, entre mediocres, se consume rápidamente, y los humanos, en su mayoría carecen de esa hambre por compartir que solo tienen los vampiros.

Por fin, la gárgola pródiga, volvía al redil.

¿Cómo explicar con palabras, de que se alimentan las gárgolas?. Solo otra gárgola puede entenderlo.

Los presentes eran mi familia, aquellos a los que busque y encontré. Elegidos entre la multitud porque su brillo era diferente. Porque antes de cruzar una sola palabra, su espíritu ya me llamaba impaciente.

Alrededor de la mesa; artistas pintores, gente de teatro, viajeros incansables y otros que forjaron su camino con perseverancia y compromiso, me acompañaban en aquella abstracción de la realidad. Todos eran vampiros inquietos que desgranaban el sentido de la vida. De su propio viaje dependía el de los demás. Por eso se admiraban. Solo por eso, se amaban.
En aquella cofradía de monstruos se desterraba por insignificante y despreciable, el odio. Veneraban, con naturalidad, la tolerancia y la inquietud. La sed sé saber más, de sentir más y crecer hasta el infinito. Aprendiendo de los demás, ofreciendo la yugular a los presentes para que hincaran el diente y bebieran de sus fluidos.

Un columnista de La Vanguardia. La propietaria de un club de jazz. La espigada gárgola diseñadora de moda en una conocida cadena internacional. El maestro en artes marciales y cerca de él, el gerente de una agencia de publicidad bailando con la traductora experta en varios idiomas. Y todos nosotros acogidos por la anfitriona, en su restaurante, un local íntimo oculto en los callejones.
La experta en arte y el director de teatro rememoraban viejas aventuras y el ojo de la fotógrafa los encuadraba, inmortalizándolos en su memoria, disparando instantáneas que perdurarían para siempre.

Brindamos una vez más, esta, por nosotros y el pintor de lo absurdo, bocetó el momento para su archivo.

Y llegó el momento de las uvas y romper otra vez viejos esquemas.
A golpe de badajo, las campanas nos empujaban a un nuevo reto.
La vida pasa ¡Y queda tanto por aprender!

¿Sabéis ya de que se alimenta una gárgola?

ROMPEOLAS



Vigilar el horizonte era mi principal ocupación, encaramado a una roca alta, en el centro de la bahía. Daba igual si el tiempo acompañaba o los cielos se oscurecían y derramaban su lluvia. Cada día, después de reanimar el fuego, conseguir algo de agua y recoger algunas bayas silvestres, trepaba al peñasco y saludaba al rompiente, donde las olas se rizaban al encontrarse con el arrecife.

Como muros azules, las ondulaciones del mar, crecían elevándose al llegar al afloramiento coralino, para después, volcarse en su propio abismo, desbordando espuma con estruendo.
Con su empuje, el océano, superaba la barrera recomponiendo su superficie sinuosa hasta calmarse en la orilla de la playa. Cuando el agua golpeaba mi roca, solo era una salpicadura agradable que refrescaba mi guardia bajo el sol.
Si había tormenta, el rompeolas, se convertía en un verdadero infierno de remolinos que explotaban y se golpeaban, fundiéndose unos con otros, izando murallas inexpugnables de agua embravecida.

Gaviotas chillonas cruzaban el cielo, volando hacia el sur, al otro lado de mi isla. Para ellas, aquel lugar era un refugio temporal. Para mí, el maldito islote, solo una prisión.

Con los meses aprendí y me adapté. Levanté un campamento, recorrí los bosques del interior y bordeé la costa. Me costó encontrar una fuente de agua, que no siempre brotaba y aprendí a cazar roedores, algún pajarillo y me alimenté con bayas, moras y unos frutos de amargo sabor. Pero no hubo de pasar mucho tiempo para comprender que mi idílico paraíso se marchitaba, dejándome sin sustento.
En soledad, sin medios para abastecerme, exprimía los escasos recursos que la isla me ofrecía, consciente de que aquello no duraría.

Contaba las olas, registraba sus secuencias en una tablilla que marcaba con bastoncillos de carbón. Anotaba mentalmente la posición del sol, fijándome en como su calor influía en los vientos y en las corrientes marinas. Estaba atento a las mareas, siempre puntuales, que provocaban resacas al retirarse y arrastraban, mar a dentro, las ramas que lanzaba a las olas, para entender los pasillos que las corrientes dibujaban. Pero siempre llegaban a aquel Point of no return donde las rocas y el mar libraban su personal batalla.
Aún en los días de calma chicha, el espejo líquido, se fracturaba en el rompiente, engullendo mis planes junto con las ramitas que me guiaban. Nunca ninguna cruzó aquel límite, a veces creía escuchar una larga carcajada surgiendo de las profundidades de la espuma, pero seguro que eran cantos y conchas que entrechocaban en el fondo marino.

También observé, durante noches con luna, como el rompeolas trazaba una brillante pared blanca, orgánica y viva, encabritada en la penumbra.

Cruzar el límite seguro, la frontera que separaba una penosa supervivencia de un futuro incierto. Vencer el temor a perderlo todo lanzándose a la corriente, a merced de los elementos son suficientes estímulos que paralizan mis miembros y me aterran.

Lancé otra ramita al mar, justo cuando el oleaje se retiraba.

Tenía que tomar una decisión, asumir el riesgo, salir de mi cascarón o de todas formas iba a ser el fin de mis aventuras. Retar al arrecife era lo único que podía hacer, saltar su muro presentando batalla, con la cabeza bien alta, amarrado a mi precaria balsa, dejando la playa atrás.

Otros rompeolas, arrecifes y altísimas murallas de presidios imaginarios de mi pasado volvían a mis pensamientos, aumentando mi miedo y me hacían inoperante y obtuso, incapaz de pensar con claridad.
En otros tiempos, cabalgué sobre olas parecidas dejando que el viento me golpeara el rostro. En ocasiones, salvaba los obstáculos por fortuna, o por destino. En otras, el tesón y la inconformidad me empujaron franqueando mis límites y alguna que otra vez estrellé mi nariz con arrecifes invisibles. Nunca tuve certeza de conseguir mis objetivos, simplemente los planteaba y los llevaba a cabo.

La luz disminuía bajo el peso de la noche y él aíre empezaba a enfriar mis articulaciones. Observé los troncos anudados que formaban una pequeña plataforma y que mantenía varados en la playa, lejos de la línea de crecida. Hoy no había pescado nada, así que solo cenaría unas nueces salvajes. Luego intentaría dormir.

Acurrucado en mi refugio no conseguía conciliar el sueño. Cuando cerraba los ojos, el muro de espuma se proyectaba en mi cerebro y no dejaba de oír el rumor del rompiente en lo más profundo de la bahía. Temblaba de miedo, o de fiebre y casi deseaba que no amaneciera para no enfrentarme a la realidad.
Cuanto más tiempo pasaba, más débil y apático era mi ánimo y demoraba el momento de botar la balsa.
Encontraba excusas en cualquier pequeñez y revisaba los nudos que unían los troncos, decidía que el viento no era el propicio o que la provisión de agua dulce no era la suficiente. Consultaba a las gaviotas, perfeccionaba los rústicos remos o, en lo alto de mi roca, trazaba nuevas rutas que rompieran los rizos de agua.

Antes de agotar todas mis fuerzas y ser incapaz de discernir la realidad, de los espejismos del miedo, debo soltar amarras, empujar con suavidad la balsa. El arrecife está allí mismo, a un centenar de metros mar adentro. Justo en la línea donde rompen las olas.