viernes, 27 de mayo de 2011

NÓMADAS EN EL LABERINTO


La única manera de salir de un laberinto clásico, de esos que se enroscan en espiral, es volver sobre tus propios pasos y deshacer el camino hasta llegar a la entrada.
Por desgracia, aquella maraña de setos, altos como una casa de seis pisos, era mucho más compleja y, a cada paso, se abrían nuevos pasillos que se internaban en recovecos, con giros inesperados. La mayoría de las veces densos muros de enredaderas cerraban el paso poniendo fin a la ruta.
Hacía tanto tiempo que deambulaban por aquella encrucijada que, ni hilos de Ariadna, ni rastros hechos de piedras blancas, servían para que se orientaran, señalándoles la salida. Cualquier estratagema ideada para dejar marcas en los caminos cerrados, eran engullidas por la vegetación o borradas por ráfagas de viento, extrañamente precisas. La idea de trazar un mapa, un archivo, de cada giro, de cada vuelta y de cada regreso al campamento, era misión para titanes y, con el tiempo, también la descartaron. Después de todo, las últimas generaciones de nómadas, habían nacido a la sombra de los setos, y no conocían otra vida que aquel interminable viaje.
Nadie recordaba en que momento se perdieron en la encrucijada. Cuando la noche llegaba y se imponía un descanso, los ancianos, contaban sus leyendas a los más jóvenes, cerca de la lumbre de las hogueras. Con ojos soñadores, los niños, intentaban imaginar como sería la vida en aquellos paisajes que describían en los cuentos y que hablaban de llanuras y valles inmensos, de cielos abiertos sin muros que los enmarcaran y de aquello que llamaban mares y que definían como dunas de arena azul que estaban siempre en movimiento.
Por la mañana, después de recoger los bártulos, levantaban el campamento y, todos, se  ponían en marcha, avanzando por un nuevo pasillo, sin saber si iban o venían, o si la jornada acabaría en un nuevo camino cortado. Solo avanzaban, en caravana, nómadas en el laberinto.
Las bardas que cercaban aquella zona se hacían cada vez más estrechas y los cipreses y hiedras que formaban las paredes, poco a poco, dejaban paso a zarzales espinosos que se combaban hasta formar un pasaje abovedado. A la luz del día le costaba colarse a través del entramado de agujas y causaba un ambiente sombrío por el que internarse. El menor movimiento en falso y la estrechez del corredor lleno de púas se aliaban para herir sus extremidades, rasgándoles las vestimentas.



Como otras veces, una fuerza invisible borraba sus propias huellas y ya nadie se planteaba regresar. Después de todo, aunque angosto, aquel podía ser el camino correcto. Quizá fuese la última prueba a superar y el túnel lacerante fuese la antesala de la liberación.
Avanzaban encogidos, tirando de sus pertenencias. Se protegían el rostro con turbantes, pero la tela se enganchaba en los garfios de las zarzas, ralentizando, aun más, su marcha. Los que andaban a la cabeza desbrozaban, con machetes, la maleza, hasta que las heridas y el esfuerzo los dejaban exhaustos. Solo entonces eran relevados para que otros abrieran camino.
Fueron jornadas agotadoras, hasta que, una tarde, de forma inesperada, la bóveda de espinas se abrió dejando ver un cielo crepuscular y, frente a ellos, las últimas ramas cayeron segadas por el filo de las herramientas. Más a delante el terreno se ensanchaba, formando un inmenso rectángulo liso, flanqueado por altos muros de impenetrables cipreses.
Aliviados, los nómadas, se tomaron un descanso y organizaron un campamento donde recuperar fuerzas, curar heridas y zurcir desgarros.
Aquel lugar no se parecía en nada al resto del laberinto. Nunca antes habían estado en un espacio tan abierto, donde los muros estaban separados por cientos de metros. Por un momento pensaron que tal vez fuera el final del viaje y que aquel era el punto de inflexión, el epicentro del que hablaban los escritos. Pero el lugar, aunque despejado, seguía estando amurallado.
Uno de los ancianos, que conservaba un gran catalejo, hecho con asta de narval; una reliquia de sus ancestros, apoyó el largo cuerno en una vara que le servía de cayado, e inspeccionó el llano. Alarmado, llamó la atención de sus compañeros moviendo los brazos como las palas de un molino, al tiempo que se agachaba llevándose un dedo a los labios, para que guardaran silencio.
El terreno yermo y arenoso que se abría ante ellos estaba moteado por altos matojos negros, que el viento hacía temblorosos. O eso parecía a primera vista. La noche se acercaba y las sombras confundían los contornos.
Las hierbas oscuras resultaron ser pájaros negros, cuervos del tamaño de una mochila. Miles de ellos, cubriendo la mayor parte de la explanada.

 
Si enfocaban la lente incrustada en el cuerno y dirigían el catalejo en semicírculo, podían escudriñar las tres paredes que enmarcaban el paso. Solo encontraron una abertura en el muro frontal. Una puerta con dintel de granito, sin jambas, de profundo y oscuro interior.


Tras ellos, la telaraña de púas que los acorraló durante días. Entre la caravana y el próximo paso, aquel lúgubre enjambre de aves silenciosas.
Una vez más decidieron seguir adelante, ateniéndose a las consecuencias. Como estaban acostumbrados al sacrificio nadie se planteó una alternativa distinta. Encenderían antorchas, tantas como fuesen capaces de sostener, para avanzar en una apretada columna, creando una coraza de fuego.
La mejor manera de enfrentarse a un miedo es ir hacia él, con paso firme, alerta de cualquier movimiento. Concentrándose en la acción inmediata.
Así, igual que una culebra incandescente, se abrieron paso entre los primeros pájaros, que empezaron a graznar, saltando enloquecidos. Parecía que habían perdido la capacidad de volar, pero eran capaces de realizar piruetas y respingos enormes, batiendo las alas frenéticamente. Eran aves ciegas, con tremendos picos afilados, que brincaban estrellándose contra las teas encendidas.
Cuando la nube de plumas negras atrapaba con sus garras a alguno de los nómadas, ya no lo soltaba, ni después de muertas. El enjambre se concentraba en una víctima y la abatían a picotazos. Después saltaban sobre otro punto de la columna para seguir con su festín. La caravana no tardó en fraccionarse y los más rezagados ya nunca abandonarían la explanada.
Cubriéndose con las antorchas, aceleraban el paso con la vista puesta en el portal que se recortaba en la fronda de la pared de enfrente. Cuando estaban a un tiro de piedra de la puerta, el ataque de los cuervos empezó a remitir. Cebándose con los que andaban en los últimos lugares. Algo las mantenía a cierta distancia del portón.
El tosco cristal del catalejo no les había permitido ver los barrotes que sellaban la entrada y la hacían inaccesible, pero a aquella distancia, los forjados de una reja, eran reales e inexpugnables.
Se sintieron abatidos. El paso por la explanada de los pájaros había supuesto una dura prueba y aun los veían revolotear a sus espaldas, mientras picoteaban a los caídos. Graznidos y lamentos, se mezclaban bajo la luna llena, que ya asomaba sobre los muros.
Sin previo aviso, surgiendo de la penumbra, una gárgola con armadura, se apostó tras la reja. De su cinto, colgaba una gran llave finamente ornamentada y en una de sus garras portaba un pergamino enrollado, atado con una cinta roja. Se acercó a los barrotes y alargó el documento a través de la reja. No articuló palabra alguna. Se limitaba a mirarles, paciente, con herrumbrosas pupilas. Tan oxidadas como su coraza.
El pliego era un contrato. Un arcaico documento de artística caligrafía.
Y en él, se leía:

“El viajero que recibiere este título, quedará libre del laberinto. No teniendo que sufrir, nunca más las penurias de la incertidumbre. Atravesando este umbral, dejará de vagar por sendas incógnitas para ser conducido a los páramos abiertos, concediéndoles el privilegio de vivir en el limbo de los reyes, donde no existe ni el día, ni la noche y se olvidan los sueños ya que el maná rebosará, siempre, de sus aljibes”
“Como requisito imprescindible, quién traspasare el umbral, debe despojarse de todas sus pertenencias, de sus recuerdos y de cualquier anhelo que esconda en su corazón, para quedar puro y limpio de deseo”
“A cambio vivirá en la perpetua gracia del dueño del laberinto”


Un sello con forma de espiral, rubricaba el pergamino.
El guardián de la reja esperaba paciente; como si de una estatua de sal se tratase, a que el pelotón de recién llegados, tomase su decisión.
Después de tantas generaciones de nómadas, el fin del viaje estaba a solo un paso. Sin embargo algo intranquilizaba a los supervivientes.
De traspasar la puerta y abandonar el lugar donde siempre habían estado, su identidad sería borrada y sus esperanzas, sus sueños, por innecesarios, desaparecerían para siempre. Nunca más nómadas, nunca más, viajeros.
Deambular por el laberinto era una castigo terrible, que nunca creyeron merecer, perseguidos por continuas decepciones, obligados a esfuerzos vanos y a sentirse siempre perdidos, su existencia resultaba una pantomima, pues jamás alcanzaban su meta y nunca obtenían respuestas.
En sus mitos y creencias y en sus leyes tribales se dibujaba un perfecto organigrama que iba de lo más alto; lo divino, a la base de lo prosaico, estableciendo normas de convivencia y de conveniencia para los ritos religiosos y sus dogmas de fe. Todos buscaban en lo más alto que clase de pecado cometieron para verse presos en la encrucijada y su voluntad era redimirse. Ser perdonados. En el fondo, sus miedos eran tan antiguos que, arraigados en su piel, ya eran parte de ellos mismos.
Sin el temor y el desasosiego. Si les privaban de la esperanza de una salvación ¿Qué les quedaba? ¿Hacia dónde dirigirían sus sueños? O peor ¿Dejarían de tenerlos? Y sin ellos ¿En qué se convertirían?
Demasiadas preguntas. Aquello era una señal. Tal vez no estuvieran preparados. A lo peor, la oferta que redactaba aquel contrato, llegaba en momento inadecuado, o simplemente eran tan estúpidos que no lograban entender lo que les proponían. Pero sintieron miedo, un temor enfermizo a cruzar aquella puerta y dejar de ser quienes eran.
Fue el orgullo, la memez o el desatino, lo que les hizo devolver el pergamino a la gárgola, que se oculto rauda en las sombras. Habían desperdiciado su oportunidad. Nunca más volverían a tener otra. Giraron sobre sus talones para dar la cara al llano de los cuervos, que aun saltaban excitados sobre los cadáveres de sus compañeros. Habría que pertrecharse con nuevas antorchas si querían volver a pasar por allí.
Más allá del arenal, si conseguían atravesar la bandada de pájaros, se internarían de nuevo en el laberinto, pasando por el corredor de zarzas. Allí estaba su verdadera casa, entre espinas y caminos confusos. Perdidos, para siempre, en su propia encrucijada.

martes, 24 de mayo de 2011

MIRROR PLAY


Finalizamos el ciclo MIRROR PLAY, a sido un autencico placer trabajar con gente dispuesta a arriesgar, cambiar y confiar.
Pronto, el vídeo completo.
MIRROR PLAY, el juego ideado por Julián Gijón y producido por Miquel Farriol, combina elementos que favorecen la cohesion entre grupos, investiga en los liderazgos, afianza la confianza entre compañeros de trabajo y proboca cambios personales a través del autoconocimiento.
La actividad, esta diseñada a medida para cada grupo, devolviendo un poco de inocencia a las mentes creativas.
Recordad que, la imagen que vemos reflejada en el espejo no es necesariamente la que perciben los otros al mirarnos.
ATRÉVETE Y ENTRA EN EL JUEGO.

miércoles, 11 de mayo de 2011

CON MI ESPADA DE MADERA, MATARÉ DRAGONES

(Canyelles, abril 2011)

Siempre que podíamos escapábamos al campillo de las afueras del pueblo, para trotar por las laderas de sus montículos y escondernos en las zanjas labradas por la lluvia.
A veces nos convertíamos en comandos que se infiltraban tras las líneas enemigas. Otras, los juegos, nos transformaban en aguerridas legiones romanas, prestas para la conquista. Si el río estaba cerca, organizábamos batallas navales entre piratas y corsarios.
Bastaba el aire puro, el sol de la mañana de un sábado y una tosca espada de madera para saltar en el tiempo, en cualquiera de sus direcciones, preparados para la aventura.
Aquel día, la misión, el objetivo del juego, pasaba por matar dragones que tenían secuestrada a una joven doncella.
Ni la bestia, ni la dulce princesa, existieron nunca, aunque aquello no fuera impedimento para oler el azufre que emanaba el dragón. O para oír la delicada voz de mi dama, suplicando auxilio.
Enfundado en mi flamante armadura, un peto de cartón sujeto al cuello con un cordel, esgrimía la espada amenazando al monstruo, que bloqueaba la entrada de su refugio.


El lagarto, furioso, lanzaba horribles bocanadas de fuego que yo debía esquivar. Protegiéndome los ojos con el antebrazo y zigzagueando, me acerqué a la guarida.
Los voceos de mis compañeros, bravucones e insolentes, irritaban cada vez más a aquel ser llegado de averno, que pateaba las rocas con sus grandes garras y las catapultaba hasta nosotros. Estiraba el cuello lleno de escamas, para atraparnos con sus dentelladas y mantenía las alas desplegadas para sellar la entrada de la cueva.
Atacamos por distintos flancos, en oleadas, para herir los costados del animal. Con un salto prodigioso, uno de mis amigos, estiró los brazos mientras sostenía su lanza de palo de escoba, hasta atravesar la membrana del miembro alado, privándole del vuelo. Otra saeta se clavó en su cuello, salpicando el suelo de sangre negra y yo agarré la espada con las dos manos para hundir la brillante hoja en su pecho, hasta atravesarle el corazón.
Como siempre, en aquellos lances, habíamos vencido, a pesar de volver a casa con rasguños en las rodillas y algún que otro siete en el codo de la camisa.
Sudorosos y llenos de polvo, con las mejillas enrojecidas por la excitación, nos sentíamos satisfechos, orgullosos de nuestro propio valor. La entrega, por una causa noble, henchía nuestros pechos haciéndonos honorables y mejores hombres.
Ahora, aquellos terrenos están urbanizados y la vida me trajo lejos de aquellos matinales de sábado, pero aun lucho contra dragones.
Es una batalla desigual, pues algunos de esos reptiles tienen hasta siete cabezas y son grandes como una casa. Aunque ya no me amedrentan.
Los hay imaginarios, otros, la mayoría, son reales y gigantescos, capaces de devorar, no ya a vírgenes ofrendadas, si no que pueden engullir pueblos enteros, desolándolo todo a su paso.
Contra estos, contra el mal verdadero, la valentía y el arrojo de un solo caballero se convierten en imprudencia, en un esfuerzo vano. Quién siente ese quemazón en el pecho, ese ardor guerrero que le instiga a presentar batalla, debe saber que hay más soñadores en todas partes y que se les puede reconocer por la mirada. A algunos aun se les sonrojan los mofletes cuando entran en acción.
Hace unos días, con unos amigos, volví a blandir mi espada en contra de grandes dragones. Todos, sin que los otros lo supieran, aun guardaban sus armas de madera, sus arcos con flechas hechas de varillas de paraguas y las tapas de cacerolas que les servían de escudos. Todo un arsenal al servicio de sus bravos corazones. Como ya no estamos para muchos trotes, el combate, en lugar de ser al galope por los prados, consistió en una relajada merienda, que ponía la guinda a un fantástico día de tertulias. Yo los miraba y solo veía guerreros, gente venida de todas partes y que apenas se conocían y aun así, conectaban con facilidad simbiótica. Éramos un diminuto ejército de hombres y damas guerreras planeando el próximo asalto a la gruta de los monstruos. Cada uno con sus armas, cada uno con lo que le quedaba de fuerzas.
En una esquina del patio, sentadas sobre el césped, dos niñas rubias como princesas jugaban abstraídas de lo que los mayores hacíamos. Estaba en su mundo particular, en su propia aventura donde quien sabe que pruebas debían superar, sin límites para la imaginación. Las miré con la envidia que da la inocencia perdida y también vi a sus dragones.
Mientras, alrededor de la mesa, nosotros afilábamos espadas de madera.