viernes, 21 de octubre de 2011

EL ALMA GÉLIDA - CAPITULO VII


EL ALMA GÉLIDA
(LOS PRIMORDIALES)


    El criado, antiguo esclavo guineano, recogía sus escasas pertenencias antes de abandonar la casa donde había servido al difunto Don Enrique de Villena. Estaba ansioso por alejarse y olvidar lo cerca que había estado de morir en manos del Santo Oficio, que lo tachó de brujo y asesino.
    Él solo obedecía la última petición de su protector, el más reputado nigromante de Toledo, y aunque las instrucciones eran perturbadoras llevaba ya mucho tiempo como ayudante del alquimista, y sabía que todo formaba parte de un plan preconcebido por Enrique de Villena.

    A mitad de camino entre los siglos catorce y quince algunos hombres de ciencia aún buscaban la piedra filosofal, y por ende la fuente de la juventud. Enrique de Villena estudió otra posibilidad y encerrado en su rustico laboratorio pasó sus últimos años, rodeado de alambiques donde destilaba su fórmula secreta. El criado negro le asistía con los trabajos rutinarios, mientras Villena experimentaba con animales pequeños. Su idea consistía en conseguir la regeneración partiendo de cero. Tomaba como base un conejo, o a veces un cachorro de perro al que daba de beber un suave veneno que los sumía en un profundo sueño, del que ya no iban a despertar. Cuando se aseguraba de que sus corazones ya no latían, los descuartizaba en pequeños trozos que luego sumergía en un barril lleno de un líquido gelatinoso.
    Enterraba la cuba bajo tierra y la cubría de estiércol, para que actuara como catalizador, la fórmula convertía los restos en una masa fétida en cuestión de días para luego compactarse en algo casi palpitante.
    El sirviente nunca llegó a estar presente cuando su maestro desenterraba los barriles, pero Villena estaba cada vez más eufórico y pasaba semanas sin salir de sus aposentos.

    En los últimos días de su vida el alquimista confesó al criado que se sabía enfermo, y que su mal no tenía remedio. Le explicó que en su búsqueda por prolongar su vida había tomado la firme decisión de probar en su propia naturaleza lo que había estado investigando durante aquellos años. Para ello necesitaba la ayuda de su criado, ya que los trámites debían realizarse después de que la vida le abandonara. Ordenó pues que una vez muerto se asegurase de que lo estaba, aproximando un espejo a su boca. Una vez que se cerciorara de que no le quedaba ningún hálito de vida, su cadáver, debía ser troceado a conciencia y sepultado en una tina llena de pócima, bajo el estercolero habilitado en su huerto. El sirviente esperaría entonces nueve mese tras los que desenterraría el barril.

    ¡Cómo lamentaba haber obedecido al él nigromante Toledano! ¿Pero qué podía hacer? Solo era un liberado negro en una tierra de conquistadores, un paria sin recursos ni futuro.
    El plan se completaba con la absurda idea de que el sirviente vistiera los ropajes del alquimista en sus cortas incursiones por la calle, para que nadie hiciera preguntas sobre el paradero de Villena. El disfraz se completaba con un ancho sombrero que el criado se calaba hasta las cejas. Para los encargos solo salía de noche, embozado en una capa negra que le ocultaba y se preocupaba de no hablar con nadie, comunicándose a través de notas en los colmados o talleres que frecuentaba.
    El azar hizo que una mala noche una procesión del viático se cruzara en su camino, y aunque quiso no pudo esquivarla. Se apretó contra el muro de una casa mientras el sacerdote se acercaba a su posición portando los santos óleos. Todos los varones presentes se descubrían al paso de las reliquias y las mujeres se santiguaban con fervor, todo menos el criado impostor. Un vecino indignado ante su actitud le recriminó que siguiera con el sombrero puesto, lo que originó una trifulca que llamó la atención del Santo Oficio.
    El vecino airado le arrebato el sombrero de un manotazo y todos descubrieron que era un suplantador y le acusaron de brujería, y de haber matado a su señor. Le apresaron y tras varias noches de encierro en un calabozo sin ventanas, fue conducido hasta el Santo Oficio para ser juzgado. Sus miedos y el saberse inocente de lo que era acusado hicieron que traicionando la promesa hecha a su señor, confesara todo lo acontecido y como había sido ordenado y rubricado por escrito por Don Enrique de Villena.
    Incrédulos los alguaciles inspeccionaron la casa del alquimista, y siguiendo las indicaciones del sirviente negro, hallaron en el escritorio de Don Enrique un testamento donde se exculpaba al criado. En el huerto, bajo una montaña de estiércol, desenterraron una gran tinaja que destruyeron a golpes de hacha. Al romperla se derramó la gelatina que contenía, flotando sobre aquel líquido viscoso y maloliente parecía formarse un embrión humano. De los restos de Don Enrique de Villena, ya no quedaba nada.

    Ya tenía el hatillo con sus enseres echado al hombro cuando reparó en la alacena que presidía el comedor. El camino del destierro iba a ser largo y decidió aprovisionarse con algo de queso y tocino salado que sabía guardados en sus estantes. Al acercarse una tabla del artesonado del piso se partió bajo su peso. Dando un tras pies salvó el obstáculo, y se giró importunado para ver que había pasado. Las tablas quebradas dejaban al descubierto un bulto   envuelto en un lienzo polvoriento. La curiosidad pudo más que sus prisas por abandonar la ciudad, se acuclillo junto al socavón seguro de que su descubrimiento era importante. ¿Por qué si no iba su difunto señor a ocultar lo que fuese en un lugar tan insólito? Con el paquete ya en sus manos retiró la tela para contemplar un manuscrito con tapas negras y esquinas roídas. En la piel de la portada y en el lomo, grabado con buriles se podía leer “Fórmula del Alma Gélida”.
    Mientras el maestro Villena estuvo con vida mantuvo la preocupación por el mecenazgo de su criado. Solo una persona instruida podía resultarle de ayuda, así que el antiguo esclavo sabía leer con fluidez, e incluso realizar cálculos simples de matemáticas, memorizando las formulaciones de mezclas de las pócimas más comunes. Por eso el criado desterrado no tardó en comprender que aquella lectura debía de estar en manos de personas sabias, que compartieran las creencias de su extinto amo.
    Con el libro oculto en su zurrón abandonó por fin Toledo, sin mirar atrás temeroso de que el clero olvidara su perdón, y se echó a los caminos en un largo viaje que duró semanas, hasta la casa de uno de los colegas de Don Enrique, en las tierras altas del pirineo aragonés.     Allí encontró al asceta Gregorio “El huraño”, como era conocido en el valle, que lo acogió en su caserón de las afueras de la aldea.
    El ermitaño cultivaba plantas medicinales y fabricaba remedios para personas poderosas e influyentes del territorio, con los que compartía algunos secretos sobre su verdadera pasión, la alquimia y la nigromancia, la astrología y el estudio de predicciones. Todas ellas, actividades condenadas por herejes. Cuando leyó el libro que el visitante de color le entregara supo que debía convocar a sus aliados a una reunión urgente, donde desvelaría el secreto del genio al que el negro descuartizara.
    En aquella cena secreta se sellaron los pactos de la hermandad de los Primordiales.


    Eliana Quercy se entretenía actualizando su blog personal, en el discreto despacho habilitado en el almacén de La Caverna Blava, intentando que las horas no se hicieran tan largas e infructuosas.
    Desde la llamada de Joan García, avisando de la huida del Hallado, Eliana, se había puesto en contacto con Los Primordiales que aún quedaban en Barcelona, y “colgado” la información en la página web que hacía unos años camuflaran entre inverosímiles sites dedicados al esoterismo. Como trataban sus artículos de forma espontánea les era fácil encriptar mensajes, que solo los iniciados eran capaces de descargar.
    Estaba nerviosa, los minutos se enquistaban en las agujas de un gran reloj colgado en la pared de enfrente y mortificaban la espera. Aquella era la segunda noche de vigilia y por el momento seguían sin noticias del prófugo.
    Su padre se esforzaba por mantener la normalidad y atendía a los clientes con la maestría del barman curtido. El club, como casi todas las noches, estaba lleno de personas de mediana edad que trasnochaban escuchando buena música, mientras dejaban que los cócteles de Carmel disiparan las preocupaciones del día. Pero la tensión palpitaba bajo las abruptas notas de la música de Villy DeVille, otra vieja gloria del rock que el padre de Eliana se empeñaba en programar cada cierto tiempo. Era un peso creciente que les oprimía el pecho y que cada vez costaba más de ocultar. Sin darse cuenta dirigía furtivas miradas hacía la puerta y cada vez que se abría, un vacío repentino le contraía el estómago.
    Cuando el Hallado apareció en el umbral de La Caverna Blava, Carmel supo que era él con solo una mirada. Aquella presencia no solo llamó la atención del dueño del local, también atrajo las miradas de los parroquianos, que por un instante congelaron sus copas a medio camino de los labios.
    El hombre alto y de hombros huesudo ocultaba a medias su rostro con unos cabellos lacios y oscuros como la noche y parecía desorientado. Con largos pasos cruzó entre las mesas que ocupaban los clientes acercándose a la barra. Sujetaba un objeto en su mano derecha. Solo el roquero DeVille continuaba con su recital, nadie más hablaba y los sonidos propios de un lugar de copas parecían amortiguados y lejanos.
    Carmel Quercy optó por tomar la iniciativa y reprogramó en la pantalla táctil de su ordenador una nueva selección de canciones, con el fin de romper el ritmo y distraer las mentes de los clientes. De los altavoces surgió un torrente de notas agudas, como de sirena de ambulancia, para después continuar con una base rítmica machacona que invitaba a bailar y que hizo que las copas volvieran a circular, y las conversaciones arrancaran desde donde habían sido interrumpidas. Algunos hasta se contoneaban al ritmo de la música sintetizada.

    —Alguien me dio esto—Y personaje mostró el posavasos con el logotipo de La Caverna Blava—¿Qué lugar es este?
    —Desde hoy será tu casa—Contesto Quercy y se apresuró a rodear la barra para acompañar al recién llegado al almacén.

    La emoción le aflojaba las piernas, y sin darse cuenta no dejaba de escudriñar el rostro camuflado por una maraña de cabellos largos y mal cuidados. Se fijó en los tatuajes que portaba en el dorso de sus manos, y le pareció ver símbolos grabados en la piel del cuello del escuálido visitante. No se parecía en nada a lo que Carmel esperaba. El Mesías al que durante años dedicó su devoción parecía más un sin techo, al que Caritas hubiese regalado unas ropas un par de tallas más grandes de lo apropiado.
    Eliana los vio entrar en el almacén, y su reacción fue parecida a la de su padre. Tantos años de espera culminaban con aquel encuentro, y ahora los dos estaban mudos por la emoción. En el fondo siempre creyeron que aquel emomento sería algo místico y revelador, y aunque así lo sentían la figura del recién llegado resultaba perturbadora. No estaba envuelto en ningún aura, como solía fantasear Eliana, ni era un ser majestuoso, y de su mirada furtiva en lugar de serenidad se desprendía una apatía sobrecogedora. En realidad era un individuo peculiar de gestos bruscos y extremada delgadez. Parecía desorientado y tanto Carmel como Eliana desfallecían embargados por el nerviosismo. Los dos sabían que la taberna no era un sitio seguro y que el tiempo jugaba en su contra.
    Le ofrecieron una silla y el visitante se sentó sin decir nada. Padre e hija cruzaron miradas inseguros hasta que la joven tomó la iniciativa.

    —¿Cómo está?¿Necesita algo?-Solo obtuvo silencio y le pareció que el Hallado no la comprendía.
    —¿Quiere beber un poco de agua? Debe de estar agotado, ha tardado mucho en llegar.
    —No tengo sed.
    —Llevamos mucho tiempo esperándole.—Continuó Eliana—Tenemos un plan para protegerle hasta que La Casa de Los Arcángeles deje de buscarle.
    —¿Por qué me buscan?
    —Porque era su prisionero—Respondió Carmel—Su secreto.

    El Hallado los observaba sin emoción pero sin bajar la guardia. Desde que abandonara su encierro, con la ayuda de un misterioso aliado que le aportó la pista para llegar a aquel local, habían pasado muchas cosas que aun le costaba comprender. Su reacción ante algunos hechos que sucedieron durante la huida le hizo ganar confianza en sus posibilidades de valerse por sí mismo. Pero seguía lejos de comprender que estaba pasando, y porque tenía aquella imperiosa necesidad de huir. Se esforzaba por tirar de los hilos que le conectaban con años pasados, pero cuanto más profundizaba en el abismo más le absorbía la oscuridad. Solo unos pocos destellos de lucidez golpeaban sus pensamientos, llevándole imágenes terribles de conjuros extraños, castigos y mutilaciones que gentes enajenadas infringían en su carne. No recordaba dolor, ni tampoco miedo, pero si su impotencia.
    Entre todo aquel carrusel de imágenes destacaba el rostro de un hombre anciano, vestido con hábito gris, que le ofrecía una mirada comprensiva y aportaba algo de armonía en aquellas escenas angustiosas. Un nombre que debió de escuchar en el pasado se asociaba a aquel rostro, que parecía implorarle su perdón. Padre Guillermo, el guardián de la cripta.

    —Eliana, tengo que volver al local, no debemos dejar que los clientes noten nada extraño. Pronto llegará Yussuf y podréis marcharos—Carmel se resistía a dejar a su hija a solas con el Hallado, pero era hora punta en la noche barcelonesa, y no podía distraerse de su obligaciones. Pediría amablemente a los clientes que fueran apurando sus copas y luego cerraría La Taberna Blava, aunque aquello le llevaría algún tiempo.
    —Esta bien papa, seguiremos como teníamos previsto. En cuanto llegue Yussuf nos largaremos con tu coche. Ya sabes donde vamos. Mientras creo que podré arreglármelas.

    Carmel abandonó el almacén reticente, pero en segundos se vio absorbido por las peticiones de los clientes. Entre tanto Eliana se esforzaba por superar la incomodidad del momento, buscando puntos de conexión con los que comunicarse con el Mesías.

    —Soy Eliana, y el que te recibió antes es mi padre Carmel Quercy. Hace mucho que planeamos su liberación y hoy por fin está aquí.—Nerviosa se atropellaba con las palabras—¿Cómo debo llamarle?

    ¿Un nombre? Siempre se habían referido a él como el Hallado, eso en el mejor de los casos. La mayoría de las veces sus guardianes le llamaban engendro, demonio, Satán, monstruo, hijo del Mal, aborto, feto, horror, deformidad, aberración, barbaridad y un sin fin de improperios que nada significaban para él. Aquel anciano con hábito, que hasta ahora era la única referencia que le llegaba con serenidad, le llamó Ángelos en más de una ocasión.

    —Ángelos, llámame así.
    —¡Ángel!— Eliana no ocultó su sorpresa, no esperaba una referencia tan directa a los textos religiosos, pero pensó que le venía como anillo al dedo.—El Mensajero ¿No es así?
    —No lo sé.

    La poca locuacidad del Hallado resultaba algo exasperante, pero Eliana decidió que era mejor no atosigar a Ángel con preguntas y se puso en movimiento. Guardó el portátil en la maleta y recogió de una estantería una bolsa isotérmica, donde había guardado latas de conserva, cereales, leche y un par de botellas de agua. Entonces reparó en que el Hallado tenía la camisa rasgada y manchas oscuras en la pernera del pantalón. En aquel almacén, Carmel guardaba siempre ropa de repuesto, y Eliana sabía dónde estaba guardada. En un arcón de madera sin pulir encontró un par de suéteres de lana, pantalones de pana y mudas limpias. Se decidió por un par de piezas que combinaban y las dejó en la mesa junto a Ángelos.

    —Tiene la camisa rota, será mejor que se ponga esto.—Eliana señalaba prendas—cuando salgamos a la carretera puede que tengamos que hacer alguna parada.

    El Hallado se levantó y sin ningún pudor desnudó su cuerpo ofreciendo un sin fin de jeroglíficos a los ojos asustados de Eliana. Hipnotizada por la infinidad de símbolos que cubrían la piel le observó con descaro, como quién intenta descifrar las claves de un retablo.
    Podía ver distintas cruces, unas tatuadas, otras con relieve, repartidas por el pecho, brazos y costillas. En la espalda otros símbolos que desconocía, pero que le recordaban la escritura árabe, y marcas grabadas a fuego, del tamaño de monedas, con anagramas que había visto en grabados de la época de la inquisición, y otras tantas cicatrices que lo unían todo dándole un aspecto de corteza de árbol.
    Eliana esperaba mientras Ángelos acababa de vestirse con las ropas de Carmel. La impresión que le provocara tal cúmulo de mutilaciones la había dejado sin fuerzas, ensimismada en un remolino de imágenes que recreaban el momento de cada tortura.
Solo cuando Yussuf entró en la habitación, Eliana, recobró la consciencia y volvió a la realidad visiblemente mareada.

    —¡Por fin! Después de tantos años ya había perdido la esperanza de que mis ojos llegaran a ser testigos de este momento. ¡Bienvenido a casa!

    El anciano árabe estaba tan emocionado que no se dio cuenta del estado de consternación en que se encontraba Eliana. Arrastrado por su propia adrenalina parecía haber rejuvenecido y saltaba como un mozalbete. Aquellas pupilas serenas y llenas de sabiduría centelleaban ahora con la luz de la ilusión adolescente. Inquietas e impacientes. Nerviosas como las del niño en pleno juego.

    —No hay tiempo que perder—Le dijo a Eliana—Al llegar me crucé con unos tipos que parecían hacer guardia en la puerta, como si esperaran a alguien. Yo creo que eran hombres de Espadar y saben que está aquí.
    — ¿Pero cómo?—Reaccionó Eliana— ¿Le han seguido? ¡Tan rápido!
    —Hay que marcharse cuanto antes. Si no han actuado todavía es porque tienen órdenes de no hacerlo. Deben esperar refuerzos. Aprovecharemos los minutos que nos queden para poner tierra de por medio. ¿Estás lista?
    —Lo estoy, el coche está en la parte de atrás. ¿Pero y mi padre?
    —Carmel sabe lo que tiene que hacer.

    Compungida por dejar solo a su padre tras la noticia de que unos sicarios estaban apostados en la entrada de la Caverna Blava, Eliana condujo a Yussuf y a Ángelos a través de una puerta camuflada tras unos estantes. Cargaron los paquetes en el maletero del todo terreno aparcado en el callejón y se subieron sin mirar atrás. A los pocos minutos ya se mezclaban con otros vehículos que circulaban dirección a la autopista que los alejaría de Barcelona

UNA VEZ, GUARDÉ UN SECRETO.


Le costó más encontrar el lugar correcto, que desenterrar la caja metálica.
                Recordaba bien el montículo y la encina que se erguía en lo alto, pero pasado tanto tiempo, las raíces que afloraban  en la superficie del terreno, habían tejido un tramado distinto al que tenía en mente. Los matojos y la hierba estaban altos, lo que no ayudó al anciano a decidirse por dónde empezar a cavar.
                Después de varios intentos fallidos decidió descansar un momento, serenarse e intentar reconstruir los pasos que dio cinco décadas atrás, cuando junto a su mejor amiga del colegio ocultaron su particular “cápsula del tiempo”, bajo los poderosos brazos del árbol donde solían encontrarse a la salida del instituto.
                En aquellos días adolescentes pactaron no revelar nunca lo que cada uno guardaría en la caja, y que nadie más participaría en aquel rito lleno de inocencia. Así, solo ellos, cómplices de por vida, sabrían de la existencia del pequeño tesoro oculto entre las raíces centenarias.
                Poco tiempo después llegó el verano, las vacaciones familiares y un largo viaje para establecerse en otra ciudad, donde su padre fue trasladado por la empresa en la que trabajaba.
                Se le irritaban los ojos al recordar que no pudo despedirse de ella, y que sus cartas nunca tuvieron respuesta. Nunca más la vio, aunque es cierto que tampoco la buscó. La vida dibujaba caminos distintos para cada uno de ellos, y solo en momentos puntuales la imagen de la muchacha regresaba a sus recuerdos.
                Era ahora, en el declive de su vida, cuando más presente tenía aquel momento. Desde hacía unos meses se obsesionó por volver a la colina de la encina, y desenterrar la caja de galletas que hizo las veces de cofre, recuperar el secreto que el mismo guardara en su interior, protegido por una bolsita de tela, y desvelar que joya ocultó la amiga perdida.
                Se enredaba con especulaciones. Fantaseaba imaginando una foto, un colgante, o mejor una carta, algo que le devolviera aquel maravilloso momento lleno de ilusión, en el que sellaron la tapa de la lata, y la metieron en el boquete excavado en la tierra. En aquel momento se miraron a los ojos mientras juraban que nunca, ninguno de los dos, revelarían su existencia. El día de la ceremonia los muchachos, con el juego, dejaban su legado en manos del azar.
                Él recordaba perfectamente el instante en que, escondiéndose tras el tronco del árbol, se sacó del bolsillo una sencilla pulserita de plata, de la que colgaban corazones diminutos. Con sus ahorros la había hecho grabar con las iniciales de sus nombres y para que tuviese aun más valor, la besó antes de meterla en la bolsa de terciopelo. Cuando se reunió con la muchacha ella ya había introducido su objeto en la caja, y solo vio un estuche alargado de plástico negro.
                Sentía remordimiento al traicionar el espíritu de su alianza, siendo él el que con una navaja de bolsillo, escarbaba cerca de las raíces de la encina. Al fin, dio con algo plano y metálico que se apresuró a despejar de tierra, hasta sacarlo del agujero.
                Con gran emoción recostó su espalda en el áspero tronco del árbol, y fue deslizándose hasta quedar sentado sobre la hierba, con la caja de galletas entre las manos.
                Al contemplarla, enmohecida y sucia de barro, perdido su brillante color azul, y desconchada en las esquinas, se sintió mal, si cabe más viejo, más alejado que nunca de la chica que le robara el corazón en su juventud. Arropado por la sombra de las ramas lloró desconsoladamente, angustiado por un sentimiento de pérdida que le provocaba un enorme vacío. Se decía que había sido un tremendo error volver allí, persiguiendo un recuerdo, traicionando su promesa. Pero su tiempo se acababa; por ley de vida, y sabedor de ello notaba que siempre le faltó algo, que una porción de su alma se ocultaba en aquel estuche de plástico, y no quería marcharse sin saber que pellizco del corazón de la niña atesoraba.
                Emocionado, tembloroso como las briznas de hierba que el viento agitaba, desencajó la tapa y saco la bolsita roída por las polillas. Casi se desmenuza en sus manos mientras desenredaba el lazo. La pulsera de plata, ennegrecida por los años, se deslizó en sus manos liviana y fría. Se la llevó a los labios y la besó como aquel día lejano, dejando que las lágrimas le rodaran sin control por sus mejillas.
                Después de un largo rato, cuando ya empezaba a anochecer, guardó la cadena con los corazones en un bolsillo y se incorporó apoyándose en la encina. A sus pies, la caja de galletas con el estuche aun cerrado parecía olvidada, un objeto de desecho.
                Bajó la colina con cuidado, temeroso de que le fallaran las rodillas, y con pasos lentos se alejó por el sendero que llevaba al pueblo, avergonzado por su egoísmo le fue imposible mancillar el mensaje, el legado de su compañera. Él por su parte no se desprendería nunca más de su propio secreto.

Puedes votarlo en El Relato del Mes:
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viernes, 14 de octubre de 2011

PARC VALLÈS PARADE SETEMBRE 2011




TERRASSA ESTA DE MODA - PARK VALLÈS PARADE
Tal vez uno de los desfiladas de moda mas grande jamas realizado.
Precisión, trabajo, ilusión y un gran equipo hicieron posible de nuevo el milagro de la Moda.
170 modelos
300 personas entre peluqueria, maquillaje, vestuario...
5 horas sin interrupción de pasarela
2 pases completos
2 carruseles finales
1 docena de marcas implicadas
EXITO DE PÚBLICO ABRUMADOR

dicección artística de Julián Gijón.

Colaborar en este evento como uno de los dos regidores que dábamos ritmo a esa cantidad de gente, fue agotador, pero tan gratificante que espero cuenten con mi ayuda para el 2012.

Miquel Farriol

sábado, 1 de octubre de 2011

¿QUÉ HAGO CON EL MONSTRUO?



 No sé cómo, ni cuando, entró en la habitación. Un frio extremo que traspasó las mantas, me despertó de repente, y sentí una presencia en la oscuridad.
Lleno de ansiedad encendí la luz y abandoné la cama. Mis pies descalzos chapotearon en el suelo viscoso y casi resbalo. Un olor a moho, llenaba el aire, tenía el vello del cuerpo erizado y los ojos abiertos como una lechuza.
 Algo se movía, entre el armario y la pared, pero cuando lo busqué, ya no estaba. Después lo noté a la espalda, cerca del escritorio. Me volví haciendo equilibrios sobre el resbaladizo suelo, el intruso, más rápido que yo, se desplazó dejando un rastro de sombras y un aroma putrefacto.

Lo más contundente que tenía a mano, era la lámpara de la mesita, si la utilizaba como arma, me quedaría a oscuras.


Ahora, está a mi izquierda, entre el lecho y yo. Su aliento helado me acaricia la oreja, le oigo respirar jadeante. Desquiciado, intento golpearle, girando sobre mí, proyectando el codo, pero ya no lo tengo al alcance, ha vuelto a escabullirse, para colocarse siempre a mi espalda.
Entro en un bucle de giros, miro al techo, busco en los rincones pero es tan veloz, que se oculta a mi mirada. Creo oír susurros, palabras extrañas que no comprendo, pero que oprimen el corazón. Siento que me ahogo, y agito los brazos, para alejar de mí al que me acecha.
Enfrente, la puerta entornada que lleva al pasillo, solo está a unos cuantos pasos. Tengo que salir del cuarto, pedir ayuda.
Algo me ha tocado el brazo, parecía un tentáculo con ventosas, como el de un pulpo. Me revuelvo y ya no está, es desesperante. Cada vez hace más frio, y estoy casi desnudo.

Voy hacia la puerta cuando, un doloroso latigazo, me hiere la pantorrilla y caigo de bruces,  sobre la gelatina desparramada por el suelo. No sé si podré llegar.


Con la fugacidad de un rayo, una forma transparente pasa ante mí. Creo ver unos ojos sin pupilas, mientras la dentellada de un tiburón se me clava en el estómago. Estoy sangrando.

Ahora o nunca, alcanzar la puerta es la única alternativa. El ente, ríe y hace saltar la lámpara por los aires. A oscuras, doy un salto hacia el pasillo y me estrello contra la puerta, que se ha cerrado al mismo tiempo.
La oscuridad es completa. Aprieto las manos contra el abdomen, para detener la hemorragia, la sangre mana, la siento correr por los muslos, atrayendo a cientos de culebras que suben por las piernas. Un tentáculo, grueso como un brazo, se enrosca en mi torso y aprieta. La lengua áspera como la lija del monstruo me recorre la cara. La terrible peste provoca arcadas y desfallezco, preso de aquella fuerza maligna.

Quiero gritar, pero la presión del abrazo no me deja. Pataleo sin fuerzas antes de que un último destello luminiscente, revele el contorno de la bestia con las fauces abiertas.

En ese momento un fogonazo, como el del flash de una cámara, llena la habitación con luz blanca y puedo verme en el espejo, colgado junto al galán de noche. El reflejo me dice que estoy solo, y que el único monstruo que hay en el dormitorio es mi propio delirio.

Ahora recuerdo que anoche, antes de irme a dormir, decidí no tomar la medicación.


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