lunes, 2 de noviembre de 2009

LA VENTANA



En el dojo, el maestro zen, reunió a sus alumnos para una de sus clases de iniciación al Tao. El ejercicio consistía en la meditación y relajación como camino al conocimiento propio. Pero los jóvenes principiantes estaban desorientados y no eran capaces de mantener la concentración. Sus pensamientos se dispersaban llevándoles, por un torrente desbocado, hacía una confusión mayor.

El maestro les decía que, para encontrar la serenidad y con ella la luz que les guiaría, debían dejar sus mentes en blanco, pero, inexpertos como eran, ninguno era capaz de refrenar sus emociones, borrar lo que les inquietaba y dejar fluir las respuestas.

Uno de los novicios, angustiado porque el tiempo pasaba y no conseguía centrarse, decidió preguntar a su maestro.

—Maestro, decidme ¿En que puedo meditar?

El monje montó en cólera y vociferando como un loco agarró al muchacho por el kimono y lo arrojó por la ventana sin contemplaciones. Luego saltó tras él para aterrizar sobre su pecho, inmovilizándolo.

— ¡Pero, maestro!—gimió el alumno conmocionado— ¿Por qué me golpeáis?

—Ahora—Contestó el monje muy serio—ya tienes algo sobre que meditar— Y sin más entró en la clase.

El quiosquero me miraba con cara de pocos amigos y no parecía que mi historia le hubiese gustado mucho. Resoplaba, anudando con un cordel, los últimos paquetes con la devolución de publicaciones que no había vendido. Unos cuantos quilos de papel que se amontonaban a nuestro alrededor.

Desde que estoy realquilado en casa de este señor, días duros como el de hoy ha habido muchos. Días en que el reparto llega tarde, en que los albaranes no cuadran, en los que proveedores te tratan con vehemencia y en que los editores deciden bajar el precio de un determinado título.

No es bueno aferrarse a las cosas, ni a los hábitos. Hay que saber reaccionar, encontrar el camino, reflexionar. Y si el cambio lo requiere, sacrificar.

Para mí, estaba claro. A mi amigo lo lanzaban por la ventana ocho o nueve veces al día y si rechistaba le pateaban el culo.

A veces me recordaba al herrero que se irritaba al ver pasar los primeros automóviles, o al alfarero, cuando le explicaban en que consistía una reunión de tupperware.

No hace mucho existían vaquerías en las ciudades y se iba a buscar el hielo en cubos de zinc y en la calle ¡teníais que encontrar un teléfono público para llamar a vuestras casas!

Por cada vuelo al vacío, atravesando la ventana, yo veía un aviso o mejor una advertencia. Las gárgolas somos buenas aterrizando pero ¿y mi consorte? ¿Aguantaría tanto vapuleo?

Yo esperaba que la historia del monje calara en aquel cerebro embotado por la falta de sueño y comprendiera que aquella situación no la remediaban unas cuantas tiritas y unas vendas. Que los moratones se superponían en su piel y las pomadas ya no hacían efecto. Y él, ya no estaba para esos trotes.

En este negocio hay muchas ventanas. Todas abiertas al vacío.

¿Alguien se imagina a un chaval de quince años, leyendo prensa, dentro de diez? ¿Cuanto hace que instalasteis Internet en vuestros hogares?

Cuando alguien os contó como piratear música, cine, series, libros, programas informáticos desde vuestro ordenador ¿Le creísteis?

Haces compras desde casa y pagas sin ni siquiera abrir la cartera, o reservas viajes o buscas amigos. ¡Pero si hasta os enamoráis por sms!

Los que saben de verdad como va el tema, cada día, abren una nueva ventana y cada vez en un piso más alto. Ellos saben que pronto habrá que tirar a muchos de sus vasallos por encima del alfeizar.

Pero no son tan malos, ellos, como el monje, te invitan a la reflexión sin sutilezas, con un mensaje claro. —Los tiempos cambian y con ellos los hábitos de la gente. Distribuir información en un punto de venta, es un atraso. No nos queda otra que apuntarnos al carro y cambiar nuestros objetivos— Aunque mientras dure el proceso conviertan, a los tradicionales quioscos, en bazares donde se pueda encontrar cualquier cosa, a precio regalado. —Y si el tío del quiosco se queja, lo tiráis otra vez por la ventana ¡Haber si esta vez se entera!—

Cuando el quiosquero se marcha a su casa, yo me encaramo al rotulo luminoso y sigo observando, escuchando, vigilando y me pregunto:

En todo este embrollo ¿Alguien le ha preguntado a esos retoños de humano de quince años que pasaría si no existieran las revistas? A mi me da la impresión que después de un breve lapso de tiempo, la rabieta, se les pasaría y no tardarían en buscar sustitutos. De echo no creo que este entre sus prioridades. Tienen móvil, mp3 e Internet. Tienen el mundo en sus manos y además financiado por sus progenitores ¡Para que coño necesitan una revista!

Os lo digo, desde lo alto se ven muchas ventanas abiertas.

2 comentarios:

kioskero dijo...

Enhorabuena por la iniciativa.
Un saludo.

BANDOLERA dijo...

Hola Gárgola. Encantada de que dispongas de Blog, vendré a visitarte. Un saludo.