jueves, 1 de julio de 2010

HAMELÍN



Cuando llegó a la ciudad no era mas que una forastero que pasaba desapercibido. Nadie se percató de su presencia hasta que una tarde, de improviso, se llevo su flauta a los labios y empezó a tocar una extraña melodía.

Había escogido un buen sitio para su debut como flautista, un lugar donde todos pudieran verle y desde el que su música se repartiría por igual entre las calles de la población.

Y su canción llenó el resto del día.

Algunos se escandalizaron. Otros, cerraban los portalones de las ventanas y farfullaban asustados ante aquel nuevo sonido que les embotaba los oídos. Los más mezquinos intentaron que las autoridades le hicieran parar, aduciendo que era un enviado maligno capaz de reproducir con su instrumento la nota maldita, la cuarta tritono, la música del diablo, perseguida y castigada por la inquisición.

Tocar, lo que se dice tocar bien, no tocaba. De ahí a verlo como un emisario del averno solo demostraba la inquietud que producía en aquellas mentes cerradas.

El extraño silbido era limpio y sereno, de una métrica diferente a lo acostumbrado y permitía a quien la escuchaba caer en la ensoñación, despejando las mentes.

Como no podían prohibirle tocar sin darle más relevancia, quienes no lo querían en la ciudad se taponaban los oídos con cera y giraban el rostro, si se cruzaban con él. Estaban convencidos de que si le hacían el vacío y le ignoraban, acabaría por marcharse por donde vino, dejándolos de una puñetera vez, en paz.

Estoico, el flautista, seguía recorriendo las calles siempre envuelto en la misma melodía, y poco a poco, algunos empezaron a familiarizarse con los rizos y bucles de aquellas notas que trasmitían sueños. En sus acordes uno podía evocar el futuro o aquel perfume exótico, nuevo, que por diferente golpea nuestros sentidos y nos hace reaccionar. En el fondo, lo que oían era bello, pero demasiado diferente.

Pasó el tiempo, y sin darse cuenta, la canción, fue dejando poso en las gentes. Cuando menos se lo esperaban la sencilla escala de compases volvía a sus mente aunque el flautista no estuviese presente y se sorprendían tarareando en voz baja.

Si no estaban solos, presurosos, ahogaban el murmullo con un carraspeo forzado volviendo, avergonzados a sus quehaceres.

Así, años más tarde, en aquel lugar todo el mundo conocía al músico loco que, incansable siempre tocaba la misma canción.

Los que le seguían viendo como el chantajista que les robaría a sus mujeres, a sus hijos o les privaría de posesiones, siempre se mantuvieron al acecho, y no por que odiaran su música, que también solían cantar (hasta creerse que era de ellos y no de aquel descarriado desconocido), si no porque se dieron cuenta de que aquel nuevo sonido era una evocación al futuro y que su simpleza la hacía entendible a todos.

Con el populacho revolucionado y con miras en el futuro no se puede gobernar. Un pueblo con imaginación es como un rebaño de búfalos desbocado. Nada se puede prever si existen los sueños y gente dispuesta a llevarlos a cabo, así que un buen día, a Bartolo, que así se llamaba el gañan, le robaron la flauta y pasándola de mano en mano llegó hasta el flautista oficial del reino, el cual, con gran pompa, anunció su próximo concierto en el auditorio principal de la ciudad, donde se orquestaría su nueva composición con el beneplácito de los organismos más influyentes. Una única pieza para flauta y orquesta, llamada Sinfonía de Hamelín.

Bartolo, tenía una flauta...y sin ella, Bartolo desapareció. Tal como vino se fue sin hacer ruido pues ya no necesitaba soplar en un palo de madera para que todos escuchasen su mensaje. Ahora, la partitura, la escribirían otros que con suerte no la transformarían en algo encorsetado que le restara emoción. Su misión había acabado y por tanto nada le quedaba por hacer, salvo volver a casa, donde quiera que eso fuese.

Mientras abandonaba la ciudad, solo se sentía inquieto por una cosa. Su música, su mensaje había acompañado durante todo aquel tiempo a sus convecinos y él con su insistencia había logrado que todos se aprendiesen la canción. Desde hoy su responsabilidad acababa y quedaba en manos de gentes que siempre le menospreciaron, ¿Pesaría aquello en la calidad de la interpretación?, ¿Corromperían la pureza de su canto?. En realidad, eso no importaba, Muchos eran los que cantarían a sus hijos, como una nana, que un día, llego Bartolo, con su flauta, y toco su música sin pedir nada a cambio y que fue tal su insistencia que al final decidieron darle la razón, aunque con malas artes le privaron de su instrumento para tocar, previo pago, los mismos acordes que antes odiaban.

El flautista se marcho contento pues nunca persiguió la fama, ni el reconocimiento, simplemente tenía algo que hacer, algo que decir y solo tenía una flauta y aire en sus pulmones para hacerla sonar. Quiso que le escucharan y tocó sin descanso hasta convertir en un himno su lamento. Todo por nada, solo para él, porque tenía que hacerlo.

Una buena canción es tan perdurable como las gárgolas centenarias de las catedrales. Y aunque las toquen malos intérpretes, no dejan de ser lo que son.



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En el auditorio están a punto para estrenar la sinfonía que a levantado tantas expectativas entre los ciudadanos. La orquesta afina las cuerdas y los vientos y esperan al interprete y director que les deleitará con su virtuosismo.

Querido público, para todos ustedes, la Sinfonía de Hamelín.

Ahora les toca a ellos tocar la flauta.

1 comentario:

BANDOLERA dijo...

Encantada de haberlo vuelto a leer...
Ya sabes, el flautista de Hamelin es también el loco de la colina.