miércoles, 11 de mayo de 2011

CON MI ESPADA DE MADERA, MATARÉ DRAGONES

(Canyelles, abril 2011)

Siempre que podíamos escapábamos al campillo de las afueras del pueblo, para trotar por las laderas de sus montículos y escondernos en las zanjas labradas por la lluvia.
A veces nos convertíamos en comandos que se infiltraban tras las líneas enemigas. Otras, los juegos, nos transformaban en aguerridas legiones romanas, prestas para la conquista. Si el río estaba cerca, organizábamos batallas navales entre piratas y corsarios.
Bastaba el aire puro, el sol de la mañana de un sábado y una tosca espada de madera para saltar en el tiempo, en cualquiera de sus direcciones, preparados para la aventura.
Aquel día, la misión, el objetivo del juego, pasaba por matar dragones que tenían secuestrada a una joven doncella.
Ni la bestia, ni la dulce princesa, existieron nunca, aunque aquello no fuera impedimento para oler el azufre que emanaba el dragón. O para oír la delicada voz de mi dama, suplicando auxilio.
Enfundado en mi flamante armadura, un peto de cartón sujeto al cuello con un cordel, esgrimía la espada amenazando al monstruo, que bloqueaba la entrada de su refugio.


El lagarto, furioso, lanzaba horribles bocanadas de fuego que yo debía esquivar. Protegiéndome los ojos con el antebrazo y zigzagueando, me acerqué a la guarida.
Los voceos de mis compañeros, bravucones e insolentes, irritaban cada vez más a aquel ser llegado de averno, que pateaba las rocas con sus grandes garras y las catapultaba hasta nosotros. Estiraba el cuello lleno de escamas, para atraparnos con sus dentelladas y mantenía las alas desplegadas para sellar la entrada de la cueva.
Atacamos por distintos flancos, en oleadas, para herir los costados del animal. Con un salto prodigioso, uno de mis amigos, estiró los brazos mientras sostenía su lanza de palo de escoba, hasta atravesar la membrana del miembro alado, privándole del vuelo. Otra saeta se clavó en su cuello, salpicando el suelo de sangre negra y yo agarré la espada con las dos manos para hundir la brillante hoja en su pecho, hasta atravesarle el corazón.
Como siempre, en aquellos lances, habíamos vencido, a pesar de volver a casa con rasguños en las rodillas y algún que otro siete en el codo de la camisa.
Sudorosos y llenos de polvo, con las mejillas enrojecidas por la excitación, nos sentíamos satisfechos, orgullosos de nuestro propio valor. La entrega, por una causa noble, henchía nuestros pechos haciéndonos honorables y mejores hombres.
Ahora, aquellos terrenos están urbanizados y la vida me trajo lejos de aquellos matinales de sábado, pero aun lucho contra dragones.
Es una batalla desigual, pues algunos de esos reptiles tienen hasta siete cabezas y son grandes como una casa. Aunque ya no me amedrentan.
Los hay imaginarios, otros, la mayoría, son reales y gigantescos, capaces de devorar, no ya a vírgenes ofrendadas, si no que pueden engullir pueblos enteros, desolándolo todo a su paso.
Contra estos, contra el mal verdadero, la valentía y el arrojo de un solo caballero se convierten en imprudencia, en un esfuerzo vano. Quién siente ese quemazón en el pecho, ese ardor guerrero que le instiga a presentar batalla, debe saber que hay más soñadores en todas partes y que se les puede reconocer por la mirada. A algunos aun se les sonrojan los mofletes cuando entran en acción.
Hace unos días, con unos amigos, volví a blandir mi espada en contra de grandes dragones. Todos, sin que los otros lo supieran, aun guardaban sus armas de madera, sus arcos con flechas hechas de varillas de paraguas y las tapas de cacerolas que les servían de escudos. Todo un arsenal al servicio de sus bravos corazones. Como ya no estamos para muchos trotes, el combate, en lugar de ser al galope por los prados, consistió en una relajada merienda, que ponía la guinda a un fantástico día de tertulias. Yo los miraba y solo veía guerreros, gente venida de todas partes y que apenas se conocían y aun así, conectaban con facilidad simbiótica. Éramos un diminuto ejército de hombres y damas guerreras planeando el próximo asalto a la gruta de los monstruos. Cada uno con sus armas, cada uno con lo que le quedaba de fuerzas.
En una esquina del patio, sentadas sobre el césped, dos niñas rubias como princesas jugaban abstraídas de lo que los mayores hacíamos. Estaba en su mundo particular, en su propia aventura donde quien sabe que pruebas debían superar, sin límites para la imaginación. Las miré con la envidia que da la inocencia perdida y también vi a sus dragones.
Mientras, alrededor de la mesa, nosotros afilábamos espadas de madera.

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