viernes, 10 de junio de 2011

CONTANDO ARENA


KARIM
Karim abandona su jaima antes de que salga el sol. Recoge su pellejo de cabra lleno de agua y un saco con las herramientas. En su bolsillo guarda algunos dátiles, que se comerá más tarde, cuando haya terminado su trabajo.
La luz del amanecer hace de su sombra una mancha alargada en el terreno llano. Debe darse prisa e internarse en el desierto antes de que haga más calor, así que aumenta el largo de sus zancadas. El terreno aun es duro y pedregoso, muy distinto del lugar a donde va.
Camina durante casi dos horas, a buen paso, antes de llegar al mar de dunas que se elevan frente a él. Son imponentes pero los contornos sinuosos parece hacerlas accesibles.
Para el muchacho no es nada fácil subir a lo más alto. Allí, sus pies se hunden, se deslizan por el terreno suelto y cuanto más se empina la ladera, más se tiene que ayudar con las manos para mantener el ritmo de subida. Su respiración se agita.
Tiene que llegar a la parte alta, donde los granos de arena están menos compactados y le cuesta casi otra hora llegar a la cresta, bañada ya por una luz que sube la temperatura.
En la cima, recupera el aliento a la vez que desparrama lo que contiene el saco. Separa la pequeña pala y un tamiz, de algunas bolsitas de tela y empieza a trabajar.
De cuclillas, hunde la paleta en la la duna, extrae una buena porción de gravilla y la suelta sobre el cedazo. Ahora le toca tamizarla, agitando la herramienta hasta que, de la primera palada, solo queda un puñadito de granos seleccionados. Con cuidado los vierte en una de las bolsitas y vuelve a repetir la operación.
El entramado del garbillo descarta la arena demasiado fina y retiene solo la que Karim vino a buscar. Cuando llegue al campamento volverá a realizar el proceso de selección varias veces, utilizando distintas rejillas, hasta conseguir un resultado homogéneo, donde un grano de arena no sea distinto del resto. Llenará los saquitos y esperará a que el mercader que se los encarga, venga a recogerlos.
Karim no sabe para qué quieren las bolsas. Después de todo la arena es arena.


CAOBA
En el almacén de abastos se apilan los cajones con destino al continente. Etiquetas y rótulos, advierten que contienen artículos frágiles.
En el interior de una de las cajas reposan unas varillas de caoba tallada y unos discos de la misma madera, envueltos en paños de algodón.
Los artesanos de Guinea que labraron la caoba con sus gubias, recibieron algunas monedas a cambio de su pericia y diligentes embalaron la producción hace ya unos días.
Grabados en las varas torneadas están sus mitos, sus dioses y sus pesadillas. Oscuras como su propia piel.
Mañana volverán a la selva para recolectar ramas de caoba. Lo harán el cabeza de familia y su hijo mayor, que aprende el oficio, con la ayuda de un machete mellado. Luego transportarán los hatillos de ramas, portándolos a sus espaldas, hasta su taller.
El anciano de la cabaña les cantará una de sus historias y ellos cincelaran los bastoncillos.


MURANO
Dándole al fuelle, el carbón se pone al rojo vivo. El calor hace que el aire cercano a la fragua, tiemble, dando a los contornos una sensación de espejismo. La temperatura es la ideal para empezar con su labor. Y se pone a soplar.
Se le hinchan los carrillos mientras el aire de sus pulmones transcurre por la larga vara metálica, hasta golpear la masa brillante pegada en el otro extremo.
Girando sin cesar el tubo, la mantiene en constante movimiento. El pegote viscoso parece descolgarse pero con habilidad lo apoya en un yunque plano. Y lo moldea.
El vidrio se expande empujado por el aire de su soplido y se hace cada vez más fino y transparente.
Otra vez lo hunde en las brasas, que chisporrotean avivándose. Luego insufla más aire.
En cada bocanada de su aliento las moléculas del material se estiran, llevándolas al borde de la fragilidad. Tal vez su belleza sea esa. Tan cristalina como el agua helada.
Más aire y giros precisos sobre el metal del yunque, para después sumergirlo en una cuba de cinc, rebosante de agua.
El impacto explosiona y el agua borbotea, salpicando.
El vidrio se endurece con cada grado de calor que pierde, hasta estabilizarse. Luego lo extrae chorreando y lo admira.
Ha moldeado un diábolo de cristal; perfecto.


EL MONTAJE
Ya ha desembalado todo el material y lo tiene bien ordenado sobre el banco de trabajo. Prepara las pesas de precisión y después vierte la arena de un saquito en uno de los platos de la balanza romana, le añade una pizca y retira lo que sobra, fijándose en la guja que marca el centro de equilibrio, hasta que se queda inmóvil.
Arma el rompecabezas de las varillas y los discos de caoba, encolando los encajes para hacerlos más duraderos y forma una estructura de tres columnas, base y tapa. Tendrá que esperar a que fragüe el adhesivo.
Con la ayuda de un pequeño embudo introduce la medida de arena en el objeto de cristal por una abertura diseñada por el cristalero y que el relojero sella con toda la arena en el interior.
Con delicadeza acomoda la doble vasija de vidrio entre las columnas, la centra, la equilibra y cuando está seguro de su posición, la fija en unos engarces dorados que clava con mucho cuidado. Ahora ya no se moverá y puede girarse sin peligro.
No ha tardado demasiado, es un montaje al que está habituado.
Ya solo le queda comprobar que funciona correctamente. Lo alza de la encimera y lo voltea cambiando los hemisferios. La arena se derrama desde la parte superior por el centro del diábolo.


EN LA DUNA
En la duna, Karim, criba con el tamiz una nueva partida de granos de arena.

1 comentario:

BANDOLERA dijo...

El valor de las cosas....
El valor de la vida de cada uno de los que "viven" haciendo de su parte su universo.... Un universo que se hace más grande, más comprensible, cuando se fragua el metanivel del reloj. Que a su vez formará parte de otro metanivel, ad infinitum.

El valor de esos momentos de vida es infinito.
El tiempo, relativo.

Me ha encantado.