viernes, 21 de octubre de 2011

UNA VEZ, GUARDÉ UN SECRETO.


Le costó más encontrar el lugar correcto, que desenterrar la caja metálica.
                Recordaba bien el montículo y la encina que se erguía en lo alto, pero pasado tanto tiempo, las raíces que afloraban  en la superficie del terreno, habían tejido un tramado distinto al que tenía en mente. Los matojos y la hierba estaban altos, lo que no ayudó al anciano a decidirse por dónde empezar a cavar.
                Después de varios intentos fallidos decidió descansar un momento, serenarse e intentar reconstruir los pasos que dio cinco décadas atrás, cuando junto a su mejor amiga del colegio ocultaron su particular “cápsula del tiempo”, bajo los poderosos brazos del árbol donde solían encontrarse a la salida del instituto.
                En aquellos días adolescentes pactaron no revelar nunca lo que cada uno guardaría en la caja, y que nadie más participaría en aquel rito lleno de inocencia. Así, solo ellos, cómplices de por vida, sabrían de la existencia del pequeño tesoro oculto entre las raíces centenarias.
                Poco tiempo después llegó el verano, las vacaciones familiares y un largo viaje para establecerse en otra ciudad, donde su padre fue trasladado por la empresa en la que trabajaba.
                Se le irritaban los ojos al recordar que no pudo despedirse de ella, y que sus cartas nunca tuvieron respuesta. Nunca más la vio, aunque es cierto que tampoco la buscó. La vida dibujaba caminos distintos para cada uno de ellos, y solo en momentos puntuales la imagen de la muchacha regresaba a sus recuerdos.
                Era ahora, en el declive de su vida, cuando más presente tenía aquel momento. Desde hacía unos meses se obsesionó por volver a la colina de la encina, y desenterrar la caja de galletas que hizo las veces de cofre, recuperar el secreto que el mismo guardara en su interior, protegido por una bolsita de tela, y desvelar que joya ocultó la amiga perdida.
                Se enredaba con especulaciones. Fantaseaba imaginando una foto, un colgante, o mejor una carta, algo que le devolviera aquel maravilloso momento lleno de ilusión, en el que sellaron la tapa de la lata, y la metieron en el boquete excavado en la tierra. En aquel momento se miraron a los ojos mientras juraban que nunca, ninguno de los dos, revelarían su existencia. El día de la ceremonia los muchachos, con el juego, dejaban su legado en manos del azar.
                Él recordaba perfectamente el instante en que, escondiéndose tras el tronco del árbol, se sacó del bolsillo una sencilla pulserita de plata, de la que colgaban corazones diminutos. Con sus ahorros la había hecho grabar con las iniciales de sus nombres y para que tuviese aun más valor, la besó antes de meterla en la bolsa de terciopelo. Cuando se reunió con la muchacha ella ya había introducido su objeto en la caja, y solo vio un estuche alargado de plástico negro.
                Sentía remordimiento al traicionar el espíritu de su alianza, siendo él el que con una navaja de bolsillo, escarbaba cerca de las raíces de la encina. Al fin, dio con algo plano y metálico que se apresuró a despejar de tierra, hasta sacarlo del agujero.
                Con gran emoción recostó su espalda en el áspero tronco del árbol, y fue deslizándose hasta quedar sentado sobre la hierba, con la caja de galletas entre las manos.
                Al contemplarla, enmohecida y sucia de barro, perdido su brillante color azul, y desconchada en las esquinas, se sintió mal, si cabe más viejo, más alejado que nunca de la chica que le robara el corazón en su juventud. Arropado por la sombra de las ramas lloró desconsoladamente, angustiado por un sentimiento de pérdida que le provocaba un enorme vacío. Se decía que había sido un tremendo error volver allí, persiguiendo un recuerdo, traicionando su promesa. Pero su tiempo se acababa; por ley de vida, y sabedor de ello notaba que siempre le faltó algo, que una porción de su alma se ocultaba en aquel estuche de plástico, y no quería marcharse sin saber que pellizco del corazón de la niña atesoraba.
                Emocionado, tembloroso como las briznas de hierba que el viento agitaba, desencajó la tapa y saco la bolsita roída por las polillas. Casi se desmenuza en sus manos mientras desenredaba el lazo. La pulsera de plata, ennegrecida por los años, se deslizó en sus manos liviana y fría. Se la llevó a los labios y la besó como aquel día lejano, dejando que las lágrimas le rodaran sin control por sus mejillas.
                Después de un largo rato, cuando ya empezaba a anochecer, guardó la cadena con los corazones en un bolsillo y se incorporó apoyándose en la encina. A sus pies, la caja de galletas con el estuche aun cerrado parecía olvidada, un objeto de desecho.
                Bajó la colina con cuidado, temeroso de que le fallaran las rodillas, y con pasos lentos se alejó por el sendero que llevaba al pueblo, avergonzado por su egoísmo le fue imposible mancillar el mensaje, el legado de su compañera. Él por su parte no se desprendería nunca más de su propio secreto.

Puedes votarlo en El Relato del Mes:
http://elrelatodelmes.wordpress.com/2011/11/01/votacion-mejor-relato-de-octubre-de-2011-primera-fase/

3 comentarios:

BANDOLERA dijo...

Bonito y triste a la vez.
¿De veras no miró el secreto de ella??
Debería haberlo hecho. Un beso.

Gen MonCol dijo...

Precioso, con final inesperado. El protagonista y el lector sin conocer el secreto de ella.

Janial dijo...

No hace falta que lo abra. Conocí a la mujer, hace algunos años y me contó la historia. Ella no sabía, claro está, lo que su amigo había depositado en la caja, pero me contó lo que ella había dejado para él.