lunes, 25 de abril de 2011

EN HOUSTON, NO CONTESTAN


Nuestro ingeniero de telecomunicaciones lleva días sin dormir. Le veo pegado a la consola, frente a los monitores, que solo emiten interferencias en respuesta a sus llamadas y está a punto de perder los nervios, desolado por el silencio correoso
de las ondas de radio, vacías de palabras. Cuando eso pase, cuando se desmorone, no sabré que decirle.

Tampoco tengo respuesta para el encargado de la intendencia, que me explica que la despensa de víveres está casi vacía, ni para los responsables del mantenimiento que hace semanas se quedaron sin recambios con los que remendar la nave.

El tiempo pasa con tanta lentitud que cada minuto, duele.

Solos, en órbita elíptica, alrededor de un planeta que nos olvidó, la tripulación y yo nos afanamos en los trabajos habituales, cada vez más silenciosos y lentos. Faltos de motivación.

No debería ser así. Está en juego nuestro cuello, nuestra vida.

Sí, primero fue el desconcierto, luego llegó la rabia. Ahora nos domina el miedo y la angustia y ninguno de nosotros puede evitar desviar la vista hacia alguno de los altavoces instalados por toda la estación, esperando oír que se ha restablecido la comunicación con la base en la Tierra y que el transbordador con el relevo y nuevos suministros, está atracando en el hangar de carga.

El espacio vacío nos engulle y en Houston no contestan. Tengo derecho a odiarles, aunque desconozca los motivos de este abandono. No puedo creer que se trate de un problema técnico, pues nuestro equipo funciona correctamente y nos consta que nuestra señal de radio, llega hasta sus antenas. Si no contestan. Si nos mantienen aislados debe ser por alguna otra razón que se escapa a nuestro entendimiento. ¿Acaso no cumplimos con nuestra parte del programa? ¿No somos sus embajadores? Abnegados y fieles servidores.

Desde el puente de mando se puede ver la Tierra, nuestra casa. Una joya en un collar de orbitas planetarias que una vez fue nuestro hogar. El lugar de donde venimos y que ahora parece repudiarnos dejando que nos consumamos hasta la extinción.

La tripulación murmura que en Houston se quedaron sin presupuesto y que les sale más a cuenta abandonarnos, que enviar una nave de rescate. Que ya no importamos. Que no nos necesitan. Y así debe ser, dado su silencio. Solo nos queda resistir. Seguir hora tras hora emitiendo señales de emergencia y racionar energía, alimentos e incluso el aire.

He desconectado el sonido del ordenador en cuanto ha empezado a lanzar mensajes de alerta. Sus programas de escaneo detectan niveles de alarma en distintas secciones. La Gárgola Impasible es ya una estación orbital vieja, que lleva demasiado tiempo a merced de vientos galácticos y estallidos solares. Ha soportado lluvias de polvo de cometas y radiaciones que magnetizaban el casco exterior.

Con el paso del tiempo, se ha deteriorado aunque, antes del abandono, aun funcionaba correctamente y daba un servicio constante. Sin descanso, ni pausa.

Ahora, en los paneles se encendían los pilotos rojos como pequeñas llamas que anunciaban el desastre: Niveles de agua potable al mínimo; reservas de energía al 10%; capacidad de propulsión a cero; depósitos de oxígeno 1 y 2, vacios.

Cuando llegue el momento, el propio sistema, desconectará todas las secciones que sean prescindibles. Clausurará departamentos, para optimizar los pocos recursos que le quedan, realizará cálculos para los que se programó, en los laboratorios de Houston y tomará decisiones alienas a los sentimientos de cualquier humano. Metódicamente elegirá cual es la mejor opción y con frialdad digital dará por terminada la misión.

Al equipo y a mí, nos hubiese reconfortado saber que, en la Tierra, se estaban esforzando por solucionar nuestros problemas. Aun con la noticia de que todo estaba perdido y que no había ningún medio humano que nos llevara de vuelta a nuestro hogar. A pesar de lo traumático del momento, saber que se luchaba por nosotros, nos hubiese dado el ánimo necesario para afrontarlo con una despedida digna. Con un adiós con honores.

En lugar de eso, nos consumiremos como un fósforo lanzado al aire, con su llama fulgurante durante solo un segundo, para ser carbón y ceniza otro segundo después. Y eso no lo merecemos y nos indigna.

Cierto es que embarcarse en una misión como esta tiene su riesgo y cuando realizas el juramento de lealtad, lo asumes a sabiendas de que lo prioritario es aceptar el compromiso. Pero nunca esperas el abandono consciente y premeditado. Maltratar a uno de los tuyos con el silencio y la indiferencia es demasiado doloroso. Demasiado humillante.

La Gárgola, sigue dando vueltas sobre su eje, ingrávida en espacio. Más sola que nunca, más lejana de las estrellas, de lo que nunca estuvo.

Ordeno al técnico de comunicaciones que mantenga los canales abiertos con la base en la Tierra y que no cese de enviar la señal de socorro en todas las frecuencias posibles, aun a sabiendas de que él ya lo ha intentado todo.

En uno de los pocos sistemas que los generadores mantenían funcionando, los indicadores avisan de que otra nube de polvo de estrellas, de un espesor poco frecuente, se cruzará en breve entre el sol y la estación, anulando los paneles solares durante un tiempo. En aquella situación, aquello significa que solo dispondremos de la energía residual para seguir subsistiendo y que cuando la nube pase y las placas solares recuperen su capacidad, nosotros ya habremos consumido las últimas reservas almacenadas y los grandes paneles serán insuficientes.

Hemos levantamos los escudos, cerrado escotillas, compuertas y demás. Nos hemos parapetado en una sección cerca de puente de mando, todos juntos, contemplando, a través del único ventanal abierto, como la nube galáctica apaga al astro rey interponiéndose entre su fuego y nosotros. Ahora sí, el espacio, es oscuro y profundo. Mucho más de los que se creé en Houston y de lo que desvelan los telescopios. La negrura del infinito pone a prueba a la soberbia humana, la doblega hasta desgajarla de sí misma para hacerla fútil y muestra cuan solo se está en soledad.

Nada más que destacar en esta bitácora. Mañana volveré con la crónica de otro día restado a mis esperanzas. Me esforzaré en redactar los informes reglamentarios, anotaré los sucesos relevantes y cuál ha sido la evolución del polvo microscópico que nos envuelve, para que quede constancia. Volveré a escribir que no recibimos respuesta de la base y que el tiempo se agota. Tal vez llore asustado, o grite desarmado ante la ignorancia de los planes que nos tienen reservados. Porque quiero creer que tienen un plan, una estrategia de emergencia que en el último momento ha de salvarnos. Aunque solo sea por los servicios prestados.

De no ser así, si la radio sigue muda pensaré que su único plan, es ese, el de mantenerse al margen, como si no existiéramos. Ocultando el problema. Omitiendo nuestra angustia. Y les despreciaré por ello.

La estación orbital, igual que un esqueleto gigantesco sigue girando en torno al planeta. Su inercia la mantiene orbitando demasiado lejos para recuperarla y demasiado cerca para olvidarla. En Houston no saben si aún quedan tripulantes, ya hace tiempo que cortaron las comunicaciones y se embarcaron en otros proyectos más rentables. La trataron como desecho y mirando hacia otro lado, la dieron por obsoleta. No tenían porque dar explicaciones a nadie. La Gárgola era de su propiedad y el espacio un inmenso estercolero donde deshacerse de ella. Era la salida más fácil para un proyecto fallido. Allí no contaba ni la ilusión, ni el sacrificio de quienes se embarcaron en la aventura de tripularla, si no daba beneficios, no interesaba.

Fin de la historia. Por ahora, la radio, sigue en silencio.

viernes, 8 de abril de 2011

JODIDO ARQUÍMEDES



“Un cuerpo total o parcialmente sumergido en un fluido en reposo, será empujado con una fuerza vertical ascendente igual al peso del fluido desplazado por dicho cuerpo”.

Mira que ya nos los advertía y nosotros seguimos sin enterarnos. Aquí solo hay espacio para uno. Si llega otro, la jodimos, porque los dos no cabemos. O nos expandimos empujando hacia arriba hasta desbordarnos, o reventamos el recipiente que nos contiene. En los dos casos acabaremos desparramados.

¿Un terrón de azúcar desaparece realmente al disolverse en el café? ¿Cuánto azúcar podrás echar en tu taza sin sobrepasar el borde?, ¿No era soluble?, jodido Arquímedes.

Bien, nuestro “contenedor” es grande, más que suficiente porque siempre estuvo casi vacío. Ahora, terrón a terrón, intentamos endulzarlo. Unos, con azúcar moreno, otros prefieren sacarinas y la mayoría, doble de refinado y para que no quede empalagoso, anís a discreción.

Un poco de Webs, otro de Red Social, algo más de Chat, nuevas Asociaciones y Plataformas con perfil Reivindicativo, y sobre todo, mucho anís. Jodido Arquímedes.

Así tenía que ser, por fin, internet ponía al alcance del más recóndito vendedor de prensa la posibilidad de dejar de gritarle a las paredes y expresar su rabia, siempre acogida con aplausos por sus camaradas. ¡Qué bien que sienta el anís! Tanto, que hay momentos en que se sube a la cabeza y me parece que ¡Toó er mundo é güeno! Y que ¡Cuantos más! ¡Mejor! Aunque ya no sepa si me estoy bebiendo un cortao, un sol y sombra, o un descafeinado de sobre.

Mi tolerancia a la cafeína tiene un límite y confieso que prefiero un té a las cinco. Algo sosegado y premeditado. Casi ceremonioso. Donde todo está en su sitio, incluidas las galletitas de acompañamiento. Pero todo llegará. Por ahora intento adaptarme a este torrente de compadreo y buen rollo (será el anís) que se ha generado en la Red a la espera de que se temple el arrebato de orgullo herido y empecemos a tomar decisiones valientes. Comprometiéndonos, estando presentes.

Comunidades, regiones, capitales importantes, quiosqueros de pueblo. ¿No han de tener exactamente, y repito, exactamente, las mismas condiciones? ¿El producto no es el mismo? Ya lo hablaremos a la hora de té.

Sé, por mi amigo Arquímedes, que en internet pasa lo mismo que en su bañera. Si derrama más anís, un blog o una noticia importante se descuelgan desperdiciando su potencial. Y en cuanto al asociacionismo ídem de ídem. Cuantos más, menos libertad de movimiento.

Si yo supiera cómo se hace un buen café, solo con azúcar, tendría más billetes que el que inventó la Coca-Cola, pero no es así. Me limito a remover la cucharilla con el mayor ruido posible. Ya veis, los que vais a leer este comecocos y nunca dejareis vuestro comentario en el blog, ni en la web, ni en la red social, yo no tengo las respuestas que buscáis, ni siquiera pretendo aliviar vuestras penas, ni que paséis un buen rato, yo, como vosotros añado terrones a esta pócima que empieza a espesarse demasiado. Tampoco sé que alternativa recomendar, aunque siempre defienda el trabajo profesional (De Equipo) como la gerencia de una empresa. Con responsables visibles y capacitados. La buena voluntad individual tiene fecha de caducidad para vanagloria de sus archí-enemigos.



Jodido Arquímedes, mira que ya nos lo decías. “En mi bañera solo cabe un bañista”.

viernes, 25 de marzo de 2011

EL BUEN CAPITÁN


AUTOR: MIQUEL FARRIOL
LECTURA: JULIÁN GIJÓN

Sin brújula, el velero, se encontraba a la deriva. Las olas lo zarandeaban con fuertes envites haciendo que la quilla se quejara y los tablones filtrasen agua al interior de la sentina. Marineros empapados se afanaban en recoger cordajes y velamen antes del que el viento los arrancara de sus anclajes. Tenían las manos heridas por el roce de las sogas y los cuerpos magullados con tanto golpe pero, agotados como estaban, cumplían con su parte del trabajo porque su supervivencia dependía del esfuerzo conjunto y, o todos se arriesgaban o el barco se iba a pique.
Llevaban ya varios días de lucha constante con la tormenta, más preocupados por seguir a flote, que por saber cuanto se desviarían de su ruta o que parte de la carga se perdería. En aquellas horas en que todo estaba en su contra, solo podían pensar en términos de supervivencia dejando en sus mentes el espacio justo para comportarse como autómatas que realizan tareas especializadas y en cada turno, cuando llegaba la hora de salir a cubierta, intentaban olvidar el miedo que les impidió dormir en su tiempo de descanso.

Lo peor fue perder la brújula.
La noche anterior, un rayo furibundo se hundió en el mar, muy cerca de la nave y una de sus centellas barrió el puente de mando provocando destrozos y un pequeño incendio que les costo sofocar.
Entre las pérdidas, el Capitán, encontró el instrumento con el cristal destrozado y sin su aguja magnética. Sabía de la importancia de aquel infortunio y de como afectaría a la moral de sus hombres y tomó la decisión de ocultarlo con rapidez. Navegar con mal tiempo consciente de que no hay un rumbo que seguir podía provocar la histeria entre los marineros, condenando a la nave a los fondos marinos para la eternidad.
Por otras travesías hechas con anterioridad, el Capitán, sabía que desviarse de la ruta era muy peligroso y que en aquel mar abundaban los arrecifes que apenas dejaban ver sus crestas dentadas en la superficie y menos aún con el mar embravecido, pero solo se podía esperar a que amainaran los vientos, y la mar recuperase su perfil habitual.
Después de una nueva noche infernal, el alba trajo vientos más cálidos y suaves. La lluvia cesó y las olas descendieron como buscando su lugar en la inmensidad azul. El velero, surcaba bronco los últimos resquicios de la tormenta, perdido en el océano desierto.
Después del recuento de daños y asistir a los heridos, todos se pusieron a trabajar en reparar los desperfectos, remendar los desgarros de las velas y achicar el agua de las bodegas. Mientras tanto, en su camarote el Capitán se reunió a puerta cerrada con el resto de los mandos del navío para comunicarles la noticia. Navegaban sin rumbo y aunque si el cielo se abría podrían leer las estrellas, por el momento no podían determinar en que punto del océano se encontraban, ni cuanto tiempo más permanecerían en alta mar con las despensas y los barriles de agua viciados por el salitre del mar que los inundara. Solo podían hacer dos cosas, convocar a la tripulación y explicarles cual era su situación real, o omitirlo por algún tiempo evitando así que el miedo volviese a apoderarse de la cubierta, lanzándose, quién sabe, si a un motín seguro.
Si mantenían el engaño, los marineros conservarían el ánimo aunque entendiesen que algo turbio flotaba en el ambiente, pero seguirían esforzándose en sus tareas y aceptando, durante algún tiempo, el racionamiento que les impusieran.
La embarcación seguiría a flote a la búsqueda de un puerto donde fondear solo si se tomaban decisiones unilaterales surgidas de la inspiración y la experiencia, nunca desde el alboroto de una tripulación asustada.
Decidir contarlo o no, utilizar la sinceridad explicando con rigor la gravedad del momento tenía un inconveniente insalvable. En el momento en que se comunicara que habían perdido el rumbo muchas voces se alzarían exigiendo pasar cuentas con los responsables. Otros propondrían sus propias soluciones y otros se lanzarían a mar desquiciados ante una muerte segura. Había que asumir el caos y la posibilidad de perder el mando.

El Capitán, abrumado por la responsabilidad, escuchaba las opiniones de los sobrecargos y sopesaba las alternativas mientras se enfrentaba a su propio debate. ¿Estaba él preparado para sobrellevar aquella situación? Cuando elijó aquella profesión, se preparó a conciencia, trabajó duro para destacar de los demás y ganarse un sitio de responsabilidad capitaneando embarcaciones hechas para la aventura. Sus dotes de mando, su capacidad de gestión pronto se hizo evidente y en aquellos días ya era un reputado marino que se disputaba más de un astillero.
En una situación como aquella se ponían en marcha distintos protocolos que la escala de mando imponía; descritos en las leyes y contratos firmados ante el armador. Pero en una constitución nunca se llegan a prever todos los supuestos, y por eso, cuando se está al límite hay que improvisar, y la sinceridad suele ser la mejor de las soluciones. Contar la verdad, a veces censurada en los contratos, puede ser beneficioso ya que el ser humano, en su debilidad, se identifica con sus semejantes y pone en marcha un mecanismo de protección y amparo en el que refugiarse. Mantenerlos en la inopia suele ser indigno y casi nunca justificado.
Puede que, después de todo, depositar la confianza en los que en realidad llevaban el barco no fuera una alternativa tan mala, ni tan peligrosa. Desde luego, si no se les daba la oportunidad, nunca se sabría.

Ya a solas, en sus aposentos privados, cavilaba sobre cual sería el enfoque correcto, pues debía tomar una decisión y pudieron más la disciplina, el control de su estatus y los compromisos pactados antes de salir de puerto, así que apartó cualquier sombra de moralidad y ética con respecto a sus tripulantes. Se deshizo de la maltrecha brújula lanzándola por un ojo de buey, al mar, para después arreglarse las condecoraciones e insignias del uniforme. Él era el Capitán y debía de seguir siéndolo. No iba a permitir que un grupo de patanes le dijeran que debía hacer. El barco y todo lo que contenía dependía de él.

El buen Capitán nunca supo que entre la tripulación había un marinero nacido en una isla cercana y que conocía aquellas corrientes mejor que nadie. Y que a pesar de su origen humilde y pocas luces, le bastaba con olfatear el aire para reconocer distancias e inesperados rompientes de coral. Y por eso ninguno de ellos se salvó, por no confiar, por no preguntar, por seguir un pacto tácito que obligaba a una disciplina innecesaria.
Si hubiesen preguntado al viejo pescador, él, con la ayuda de sus compañeros, hubiese resguardado el barco en un caladero seguro, pero su condición de marinero raso no le daba derecho a opinar y si levantaba la voz, le acusarían de amotinado, por eso calló y se limito a cerrar los ojos cuando el arrecife se descubrió ante ellos.

Lo que empezó la tormenta, tuvo su fin en las rocas. El buen Capitán se hundió con su navío arrastrando junto a él cualquier posibilidad de salvación. Ignorante de que compartir su secreto los hubiera salvado.

En el fondo del océano, el casco de La Gárgola Impasible, desarbolado y con la quilla partida en dos, es morada de los peces, solo porque alguien no supo escuchar.

viernes, 11 de marzo de 2011

HEROES


hoy me apetece ser parco en mis palabras y contar lo que siento sin artificios.
Cuando uno está pendiente de que le quiten los puntos de la cabeza y durante días se mira en el espejo para ver cómo evolucionan los moratones, se da cuenta de lo inútil de sus actos y las repercusiones que conllevan una reacción como la que tuve.
No quiero dramatizar con “lo que hubiese podido pasar”, pues no pasó, así que ya no importa. Lo que sí cuenta fueron los minutos y días posteriores a la reyerta.

No había pasado ni un minuto de la huida del pistolero y Sara regresó al local. La sangre en el escalón de la entrada y yo deambulando desorientado, con una toalla manchada en la cabeza, debimos de ser un panorama desconcertante para mi compañera. Sin embargo se hizo cargo con rapidez. Me inspeccionó con delicadeza y se apresuró en las llamadas de rigor, policía y ambulancia. Cerró, a medias, la persiana y nos mantuvimos a la espera.
Fuera, en la calle, empezó a correrse la voz... y las especulaciones. En catorce años, nunca habíamos cerrado en mitad de la mañana.
Solo transcurrieron cinco minutos y Policía Municipal llegaba al comercio. Al mismo tiempo Mozos d’Escuadra y los chicos de la ambulancia. En total, creo, que ocho tipos de uniforme.

La Berta, es la chica que tenemos en prácticas. Yo sabía que nos apreciaba y que se encuentra a gusto las cuatro horas diarias que tiene que pasar en la librería. Pero la conozco desde hace tiempo y sé que es extremadamente sensible y aprensiva. No quiero ni imaginar que le pasó por la cabeza cuando al llegar se encontró con aquel desastre. Lo que si se es cómo se comportó.
Tomó las riendas, tragando saliva, y se encargó de los curiosos que asomaban la cabeza, tranquilizó a Sara y me transmitió toda su ternura.

Luego llegaron los de Investigación y las primeras declaraciones de los hechos. Llamadas por Walqui-Talqui, despliegue de efectivos y el primer vendaje a lo momia.

En el mismo momento en que nos trasladaban en la ambulancia, detenían a uno de los atracadores. De hecho tuvimos que esperar, pues el dispositivo policial cortaba la calle. No nos habíamos alejado ni cincuenta metros de mi negocio. Uno de los malos, era vecino y lo detuvieron cuando intentaba saltar por los patios colindantes con su residencia. Su madre gritaba, ¡Racistas!...

Médicos de urgencias desagradables, un nuevo traslado, ahora a comisaria, más declaraciones y Sara siempre a mi lado. Apretando los dientes.

Pasadas cinco horas del incidente, volvimos a casa. En urgencias aparecieron familiares compungidos y Berta que le pidió a su padre que la acompañara por no dejarnos solos. Así que estábamos arropados.

Sara, me miró y le dije que adelante. Se puso el abrigo y volvió al local. Abrió la persiana, fregó la sangre desde la entrada al almacén y se puso tras el mostrador hasta que acabó la jornada.

Y así ha seguido. Fuerte. Mucho más de lo que ella se creé. Superando el temor y mirando al frente. Sin reprocharme nada. Sin poder pasar página porque el desfile de gente interesándose por mi estado, aún hoy, una semana después, resulta agotador, aunque estamos agradecidos por tanto afecto.

Entre ella y Berta, dos mujeres de bandera, me tienen mimado hasta el extremo y no me dejan estar en el local, aunque yo hago mis incursiones y atiendo algunos asuntos.
Yo las admiro, porque las conozco y se dé su fragilidad y su injustificada modestia. Porque el heroísmo está reñido con la inconsciencia y solo tiene fundamento si parte de una acción premeditada. Como cuando Sara se puso el abrigo o Berta decidió ser adulta aunque no le tocaba.

Con el tiempo, lo que pasó, se desdibujará y lo enterraremos junto a los malos recuerdos pero yo, que he tenido tiempo para pensar, guardaré esta lección de humildad, honor y valor que mis chicas me regalan. Gracias, mis niñas. Gracias por todo, mi amor.

P.D. Por cierto, también gracias a todos, chicos.