martes, 28 de junio de 2011

UN CALAMAR EN EL TIBET


Circular por las calles del tercer cinturón y sus barrios durmientes, siempre me resultaba deprimente. Olían a rancio y a locales cerrados. Los negocios, el comercio, la actividad vecinal, hacía una década que habían desaparecido, centralizándose en zonas peatonales o en los márgenes de la periferia. Siempre en macro- establecimientos de grandes cadenas de distribución.
            Mi trabajo como repartidor a domicilio no era complicado y apenas si trataba con el resto de la plantilla. Cuando llegaba al almacén, e introducía mi tarjeta-código en el expendedor de hojas de ruta, ya tenía el furgón cargado con containeres numerados, que las carretillas automatizadas habían ordenado en la caja del transporte. Al subir a la cabina escaneaba la hoja y el localizador integrado en la consola trazaba la mejor ruta. Yo solo tenía que trasladar el paquete, de la caja del furgón a la taquilla personal del vecino que esperaba el pedido. No era necesaria ninguna confirmación de entrega pues todo quedaba registrado en los servidores de la red.
            Todos utilizábamos aquel sistema para abastecernos, cualquier cosa que necesitáramos estaba disponible en la Mega-red, a la que accedíamos desde cualquier dispositivo personal o público. Hace unos años se instalaron unos quioscos que permitían realizar los trámites más urgentes desde la vía pública, cosa que descongestionó la burocracia y los pasos intermedios.
            Todo iba como debía si los volcanes de Hawái, Chile e Islandia, no se aliaban con los japoneses e intoxicaban los cielos durante semanas, haciendo caótico cualquier vuelo trasatlántico y los intercambios de mercancías entre distintos países. En los últimos años, algunos puertos mercantes y playas de las más famosas habían desaparecido bajo la crecida de las costas, sumergidas por el deshielo de los polos.
Lo mismo que pasó en las ciudades, donde el comercio de proximidad languideció en beneficio de grandes centros comerciales, las empresas que se dedicaban a las importaciones, se concentraron en los lugares que aun ofrecían garantías, desplazando a los pequeños inversores que eran incapaces de competir con las grandes corporaciones.
            Este es uno de esos meses en que el hollín de los volcanes incluso interfiere la señal de los satélites de comunicaciones, así que la imagen de mi mujer tarda unos segundos en aparecer en el monitor, integrado en la cabina del furgón. La saludo y hablamos unos minutos. Ella trabajaba de administrativa para un mayorista de artículos de ferretería, con un sueldo mínimo y a comisión sobre el total de las ventas. Tanto ella como yo, con mucho esfuerzo, estamos orgullosos de poder pagarnos un seguro médico, ya que el gobierno dejó de dar cobertura tras una complicada legislatura y solo algunos altos cargos de grandes compañías, reciben trato de favor en las clínicas asociadas a las empresas.
            Mi pareja trabaja en casa. Pasa horas conectada al servidor, descargando datos que luego pasa por programas de clasificación, como un centinela que supervisa que no surja ningún problema, pero en realidad, toda la gestión, la realizan las máquinas. Es algo parecido a lo que mi abuelo me contaba que era “Un oficinista”, solo que ya no se trabaja en despachos, interactuando con compañeros. Ahora, la oficina, no está en un edificio concreto, de hecho, aunque se ven a través de las cámaras del ordenador, casi ninguno de los trabajadores se conocen en persona.
            Las cosas no nos van mal, tenemos trabajo, y eso es más de lo que pueden decir muchos. Después de la radicalización del mundo musulmán, los países más desarrollados entraron en un periodo conservador en sus políticas internas, que repercutieron en países de su círculo, pero con arcas más débiles, limitando con ello sus posibilidades de expansión. Aquello obligó a reconducir muchas economías y se ampliaron las diferencias entre las rentas de los ciudadanos. Algunos estados, en fallida bancaria, imponen la mano dura como remedio a las quejas de la gente.
            Cuando reparto por los barrios residenciales me parece estar en otro mundo, inaccesible por completo. La buena de mi esposa se pasa todo el día, sola, frente a los monitores, sin apenas salir del apartamento que tenemos alquilado, esperando que mi turno, que varía constantemente, coincida con su descanso y yo estoy siempre a disposición de una nueva entrega de última hora. Siempre localizable. Por eso cuando me toca llevar algún paquete por la zona de los privilegiados me admiro al comprobar que sus vidas son más armónicas que la nuestra y que se respira comodidad a su alrededor.
            Antes de hacer este trabajo solicité plaza en empresas para las que me había preparado durante mis estudios, pero siempre encontraban un candidato mejor, más joven y más al día. El perfil de un aspirante no se cuantifica solo por sus conocimientos y personalidad, los programadores de selección realizan test psicológicos, pruebas médicas e investigan el entorno familiar y el círculo de amistades. También se tiene en cuenta la morfología del individuo, la simetría de su aspecto y hacia donde decanta la balanza entre el desapego y la empatía.
            Lo que está claro es que en mi sector siempre habrá trabajo. La gente sigue necesitando cosas, alimentos, vestidos, objetos de capricho y quieren recibirlo cuanto antes y sin desplazarse de su domicilio. En cualquier momento, en cualquier lugar, vía conexión digital, los usuarios, hasta el de economía más precaria, utiliza la red virtual de ventas para cubrir sus necesidades. Luego, tipos como yo, hacemos que el paquete llegue hasta su taquilla.

            El furgón aparca solo. Conectando con el satélite, localiza el edificio exacto y se estaciona en una de las áreas reservadas para carga y descarga. Yo, antes de abrir la puerta, realizo un barrido con las cámaras exteriores para comprobar que no merodean carroñeros por el vecindario. Aquí hay más inseguridad que en los barrios altos y hay que tomar precauciones. Cuando estoy seguro abro el portón, localizo el paquete y lo contabilizo con el sensor de la tarjeta código. Si el bulto lo requiere puedo utilizar una carretilla eléctrica de mano, pero este es pequeño y pesa tan poco que parece vacio. A unos pasos esta el portal del edificio al que voy, es un bloque de pisos de finales del 2010, de cuando yo tenía cuatro, así que en el momento de su construcción, los arquitectos aun no diseñaban el módulo de taquillas personales asignados a cada apartamento. No me gustan las entregas puerta a puerta, significaba que tengo que interactuar con el cliente, si es que está en el domicilio, y entregar en mano la mercancía.
            Al menos, el video portero, parece que está en buen estado. No puedo entretenerme demasiado, aun me queda una buena ruta para acabar la jornada, así que si no contesta con rapidez marcaré el paquete como “receptor ausente-taquilla no disponible” y ya se las arreglaran los de la consigna.
            Al segundo timbrazo, el anciano, contesta. Me tengo que identificar antes de que me abra la puerta del edificio y me deje entrar al portal desvencijado y oscuro. La entrega es en el primer piso y el ascensor parece prehistórico. Subo un tramo de escalera y en el rellano ya me espera un hombre muy mayor con aspecto de tortuga. En estos casos, cuando la entrega se hace en mano, el cliente ha de teclear una clave personal en mi tarjeta código. Cuando se lo hago saber me dice que no la recuerda, pero que la tiene guardada en algún sitio, me hace pasar al vestíbulo mientras el busca en el cajón de una mesita que parece a punto de desmontarse. El piso es sombrío y huele raro. Tengo ganas de irme pero, por cortesía a su edad, le doy un margen de tiempo a la espera de que se le ilumine la memoria. Parece ansioso, y no deja de mirar la caja que tengo en las manos.
            El abuelo levanta la vista y le veo lleno de chispa, se sonríe y dice que ya recuerda donde metió la dichosa clave, señala hacia el salón principal con el brazo extendido y me hace gestos para que le siga. El debe creer que va a toda velocidad, pero solo da pasitos cortos, que le hacen cómico y a la vez frágil. Yo le sigo, perturbado por aquel fuerte olor que cada vez es más intenso y compruebo de dónde procede.
            La sala está repleta de libros. De aquellos que se editaban en papel. Hay estantes llenos, combados por el peso de los volúmenes. Hasta tiene medio tapiada una ventana por columnas de tomos apilados en el suelo y apoyados contra la pared.
            Ahora no sé si la longitud de sus pasos la condiciona la vejez de sus huesos o es el poco espacio que queda para pasar entre tanto trasto inútil. Hay cajas de cartón, llenas de pliegos impresos con noticias fechadas hacía dos décadas y muebles semienterrados por más libros, muchos con las páginas despegadas asomando como abanicos. Al fondo, junto a mueble principal, donde hurga el viejecito, se adivina una mesa con un antiguo ordenador. Hace muchos años que yo no veo un artilugio tan desfasado. En cualquier casa, lo más normal, es que se integren pantallas táctiles en los tabiques de cada habitación y para el ocio personal y comunicaciones también tenemos tablets flexibles que nos permiten utilizarlos en cualquier situación. Aquel trasto aun es de pantalla y torreta separada y, por la parte de atrás, cuelgan una maraña de cables. Yo creo que ni siquiera funciona.
            Agitado, se vuelve hacia mí, dando la espalda al cajón abierto con todo lo que contiene revuelto y me enseña la tarjeta con su clave. La paso por el sensor del lector de códigos y se la devuelvo junto con el paquete. Al recibirlo se le ilumina el rostro y me da las gracias.
            Yo ya he terminado, intento ser cordial y me despido, el viejo me ha conmocionado. Cuando ya estoy en el rellano oigo que me dice.

-       Es un libro. De los de papel.

Pienso que le habrá costado una fortuna y que para él es como un tesoro. No lo entiendo, pero prefiero no hacer juicios de valor y salgo del edificio. A unos pasos tengo el vehículo de reparto y debo seguir con mi rutina. Espero que las próximas entregas sean en taquilla.
Hasta hoy, y llevo ya un tiempo con este trabajo, nunca me había tocado un receptor tan particular, ahora le puedo contar a mi mujer la anécdota, por la videocámara, y explicarle que he tenido un libro impreso entre las manos, aunque fuera dentro de una caja. Y eso es digno de que se sepa.
            Siento compasión por el anciano, anclado en su mundo. Compasión de la que genera amor y cercanía. Los tiempos cambian rápido, a una velocidad digital y el ser humano es lento, y desarrolla poco a poco sus conocimientos. Nadie está exento de ser arrollado por las nuevas tecnologías y por los nuevos sistemas de comunicación que constantemente generan nuevos lenguajes. Cuando yo tenga su edad, allá por el 2080, seguro que estaré tan desfasado como aquel abuelo. Tan fuera de lugar como un calamar en el Tíbet.

1 comentario:

Chus Sanchez dijo...

Excelente relato, aunque ya estoy acostumbrada a ese nivel tan alto de calidad. Lo comparto en facebook para que puedan leerte mucho más.